Agibilia, llama el vulgo la desenvoltura que el hombre tiene en ganar un real, en saberlo conservar y multiplicar, en saberse bien asentar sobre su cuerpo la ropa, tratarse limpio, buscar su descanso, ganar las voluntades y favores, conservar su salud, no dejarse engañar cuando algo compra, y regirse de un modo que no puedan decir: este hombre sacado del libro, es un grande asno. No te engañes, amigo, y templa tu cólera, porque aunque has estudiado más que otro y has sido curioso y diligente, muy diversa es la vida del mundo a la de las escuelas.
En 1573, el aragonés Juan Lorenzo Palmireno expuso un programa pedagógico de orientación humanista basado en las quatro cosas que es obligado a aprender un buen discípulo, Deuoción, Buena criança, Limpia doctrina y lo que llaman Agibilia. A partir del siglo XV, la nueva concepción renacentista del individuo y de la sociedad vino a potenciar la relación entre el cultivo de ingenios y aprendizaje de saberes propio de la academia y el cada vez más complejo universo social en el que debía desenvolverse el hombre. De este modo, los ingenios se unían al mundo, la techné al ars, la factibilia a la agibilia, la capacidad de hacer cosas que antes no existían a la capacidad de hacernos y transformarnos a nosotros mismos.
Años atrás, Baltasar Castiglione había descrito el ideal de vida del cortesano renacentista, un modelo que consideraba legítimo que el caballero, cultivado tanto en armas como en letras y experto en el tratar, buscase la gloria, la fama, el poder y cualquier otro bien que la fortuna le concediera siempre dentro del límite impuesto por lo honesto y por la cortesía. Una habilidad al servicio teórico de la sociabilidad que en la práctica, sin embargo, podía ser empleada de modo poco ortodoxo con la intención de satisfacer intereses ajenos al bien común. Es la virtú de Maquiavelo, aquella que despojada de toda conexión con la moral, viene exclusivamente determinada por lo que en cada momento las circunstancias dicten como útil para conseguir los fines del príncipe. Y como jamás he visto nada en esta porfía que me obligue a restringirla al ámbito de la corte y de la política, añado....del príncipe... o del que sea. Así, del uso fraudulento de la cortesía devino el fingimiento, y la legitimidad del engaño pasó a ocupar un primer plano del debate intelectual.
Uno de los desengañados frente al fenómeno de la buenas maneras fue Gerolamo Cardano, prestigioso médico, matemático y filósofo que presenta al hombre malo por naturaleza, con tendencia al disimulo cuando no al engaño, como alguien acosado tanto por sus semejantes como por sus propias pasiones y por su voluble fortuna. Consciente de su propia fragilidad, se relaciona en un ambiente hostil e incompatible con la sinceridad. La desconfianza impregna todas las relaciones, que se establecen a través de una particular forma de cortesía, la afabilidad, el atractivo formal de las acciones y las palabras, un saber que permite adaptar la propia apariencia en función de las cambiantes circunstancias y ayuda al individuo a afrontar sin riesgos su participación en la sociedad.
Como toda la vida es una continua batalla, nada puedes tener que no tengas que arrebatar a otro, o al menos a la voluntad y a la esperanza de otro.
Una ética relativista en la que el mundo aparece como una realidad mudable que anticipa el Homo hominis lupus est de Hobbes. Una muestra de que la metáfora del mundo como campo de batalla es un topos del Barroco. Y también un ejemplo de la profunda crisis de conciencia del tránsito del siglo XVI al XVII... o del siglo XX al XXI.