En la costa de Long Island, en el estado norteamericano de Connecticut, se encuentra la ciudad portuaria de New Haven. En el 121 de Wall Street se levanta la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale, un compacto edificio construido en 1963 con hormigón y mármol blanco de Vermont, cuyo estilo moderno contrasta con la arquitectura neoclásica y neogótica del entorno. En su interior, junto a papiros egipcios, manuscritos medievales y renacentistas y un ejemplar de la primera Biblia de Gutenberg, se encuentra un pequeño volumen signado con el número de catálogo MS408. Sus 246 páginas son de vitela, una especie de pergamino muy fino hecho de piel de cordero y fueron escritas por la misma mano en cursiva humanista, un estilo de caligrafía de gran aceptación durante las dos primeras décadas del siglo XV. Contiene más de 40.000 palabras y sus cuartillas incluyen ilustraciones de mapas, estrellas, plantas y mujeres desnudas. En él no constan título ni capítulos, fecha ni autoría, por lo que se le conoce por el nombre de su descubridor moderno.
El libro fue donado a la biblioteca seis años después de su construcción por H.P. Kraus, un anticuario neoyorkino que había fracasado en su intento de venderlo por una suma excesiva. Unos años antes, Kraus lo había adquirido a los herederos de Wylfrid Voynich, un librero interesado en libros raros y catálogos antiguos que lo había encontrado en 1912, registrando un arcón de la biblioteca del Colegio Jesuita de Villa Mondragone, cerca de Roma. Entusiasmado con su hallazgo e intrigado por sus extraños caracteres, Voynich compró el libro y se lo llevó a su negocio londinense del nº 1 de la Soho Square.
A través del inventario imperial del Castillo de Praga sabemos que el primer propietario conocido del libro fue Rodolfo II, Emperador del Sacro Imperio. Educado en Madrid, hasta los 19 años vivió a la sombra de su tío Felipe II, que le dio la oportunidad de conocer los prodigiosos ingenios mecánicos de Juanelo Turriano, la escuela biblista y el Índice de libros prohibidos que conservaba en la biblioteca de San Lorenzo de El Escorial. Contemplando las escenas oníricas y trastornadas de El Bosco desarrolló una profunda afición por lo surrealista y lo extravagante. Los historiadores achacan a su formación española su contumaz catolicismo, que como Emperador le llevaría a un permanente conflicto con sus súbditos protestantes. En cambio se le reconoce un generoso mecenazgo. Pintores como Archimboldo y astrónomos como Tycho Brahe y Johannes Kepler se encontraron entre sus protegidos, pero también nigromantes y charlatanes de lo arcano como John Dee o Edward Kelley. Junto a tizianos y dureros, este excéntrico y perturbado bisnieto de Juana la Loca atesoró todo tipo de libros y objetos raros en la Wunderkammer –la cámara de las maravillas-, de su palacio en Praga.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el equipo que descifró el código Púrpura de la Armada Imperial Japonesa se entretuvo bastante tiempo practicando el descifrado de textos antiguos encriptados. Con todos tuvieron éxito, menos con el Voynich. Y es que lo más desconcertante del célebre manuscrito es que nadie hasta ahora ha podido entender, y mucho menos comprender, lo que en él se encuentra escrito. Se sabe que es lenguaje natural, que no es texto aleatorio, pues cumple la Ley de Zipf. Pero sus caracteres completamente ininteligibles han resistido a cualquier intento de traducción, superando a los jeroglíficos egipcios, la escritura cuneiforme, incluso a la inasible lineal B minoica. Todos los procedimientos de la más avanzada ciencia han fracasado y el Manuscrito Voynich permanece, entre la sugestión y el misterio, en su silencio de siglos.