Una mañana, una cinta del zapato del maestro se desató y éste pidió al ilustre señor que la atara. El caballero lo hizo con humildad, pero con indignación interior. El incivil maestro dijo que sólo un patán era capaz de frangollar un nudo tan torpe. El señor de la Torre sacó la espada. El otro huyó, apenas rubricada la frente por un hilo tenue de sangre... Días después dictaminaba el tribunal contra el heridor y lo condenaba al suicidio. En el patio central de la Torre de Akō elevaron una tarima de fieltro rojo y en ella le entregaron un puñal de oro y piedras al condenado que se fue desnudando hasta la cintura, y se abrió el vientre, con las dos heridas rituales, y murió como un samurái, y los espectadores más alejados no vieron sangre porque el fieltro era rojo. Un hombre encanecido y cuidadoso lo decapitó con la espada, el consejero Kuranosuké, su padrino.
En esta Historia Universal de la Infamia, Jorge Luís Borges reescribe una historia real que se dio a conocer en occidente gracias al libro Tales of old Japan, escrito en 1871 por A.B. Mitford, un diplomático británico destinado en Japón. Los hechos sucedieron en la desvanecida primavera de 1702, cuando Asano Takuminokami, el ilustre señor feudal del Castillo de Akō, en la provincia de Harima, tuvo que recibir y agasajar a un funcionario de la corte de Edo precedido del antojadizo, soberbio y abusivo maestro de ceremonias Kira Kotsuké no Suké. Impartiendo las instrucciones para impedir errores harto fatales, el arbitrario altercado relacionado con la cinta de un zapato precipitó el Seppuku de Asano de acuerdo con las reglas que el Bushido tenía previstas para los actos considerados muy graves.
Lo destacable de la historia no es el execrable fin de un joven y temerario señor al que le falló su autodisciplina ante el boato corrupto y decadente de un funcionario imperial, sino lo que sucedió después, cuando cuarenta y siete de sus vasallos se vieron obligados a convertirse en rōnin –samurái sin señor feudal- a la muerte de su daimyō. Considerando injusta la pena, los rōnin planearon con toda precisión lo que sucedería un año más tarde, vengar a su daimyō mediante el asesinato del maestro de ceremonias y el de toda su familia. Después del ajusticiamiento de quien ridiculiza, insulta y provoca, se entregaron a la justicia sabiendo que serían condenados a morir como consecuencia de su venganza, y el 4 de febrero de 1703, el shōgun sentenció a los cuarenta y siete a cometer Seppuku, abriendo con honor sus estómagos con la wakizashi.
La justa venganza de los Akō Rōshi, a la que se habían sumado multitud de vecinos en señal de respeto y admiración, demuestra que la lealtad, el sacrificio y el honor regían la vida diaria de los verdaderos hombres y que la fidelidad a su señor era la más alta de las virtudes. A pesar de la pérdida de las posesiones y la vida, jamás perdieron el honor y la buena conciencia. Por este motivo, su popularidad se disparó a partir de la era Meiji, momento en el que Mitford relata los hechos, cuando la modernización del estado puso fin al feudalismo en Japón.
Ejecutada la sentencia, los cuerpos de los cuarenta y siete rōnin fueron enterrados junto al cuerpo de su difunto señor Asano en el mismo templo de Sengakuji, donde siguen siendo venerados después de 300 años.