Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.
Rubén Darío. Oda a Roosevelt. Cantos de Vida y Esperanza (1905).
La noche del 15 de febrero de 1898, la explosión del Maine había iluminado La Habana. De los 355 tripulantes, murieron 254 marineros, pero sólo 2 oficiales porque el resto, incluido el capitán de navío Segsbee, se encontraban disfrutando de una fiesta ofrecida por las autoridades españolas. De inmediato, surgieron varias teorías entre las que destacaba que la explosión había sido provocada. Cualquiera podía ser culpable, insurgentes, patriotas cubanos proespañoles, o marinos de uno u otro bando interesados en provocar la guerra mediante una operación de falsa bandera. De poco sirvió que todas las embarcaciones del Arsenal como de la escuadra y de la Capitanía del puerto saliesen al auxilio y condujesen a los heridos al Alfonso XII o al Legazpi. De poco sirvió la investigación posterior que apuntaba a que la detonación se produjo accidentalmente en los pañoles de munición. La guerra ya era inevitable.
Nunca los Estados Unidos habían dejado de plantearse la expansión de la Unión. Primero compraron Texas y Nueva México, después ambicionaron Canadá y finalmente, pusieron el punto de mira en el Caribe. Además, desde que en 1823 el presidente Monroe pronunciara en el congreso aquel audaz discurso que derivó en doctrina, ejercían la tutela política y económica en todo el hemisferio. La desafortunada administración española de Cuba había llevado a los norteamericanos a tantear en varias ocasiones la compra de la independencia de la isla, calculada a mediados de siglo en 200 millones de dólares. Durante la presidencia de Cleveland, la testaruda oposición de los españoles a ceder la soberanía desató el jingoísmo, política agresiva que llegó a alcanzar sus más altas cotas durante la presidencia de Mc Kinley, con una opinión pública diariamente espoleada por la prensa amarilla de los magnates de la comunicación William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer.
Hacía años que la rebelión cubana guiada tenazmente por José Martí recibía no sólo la simpatía sino el apoyo económico secreto de los norteamericanos. Pero cuando Cánovas del Castillo quiso acabar con el conflicto haciendo incluso uso del terror, Washington amenazó directamente con intervenir y declarar unilateralmente la independencia de la isla por razones humanitarias. Al morir Cánovas, Sagasta se apresuró a impulsar las reformas necesarias para dotar a Cuba de una amplia autonomía, lo que parecía motivo suficiente para distender las relaciones entre ambos países. No seamos ingenuos, la experiencia nos dice que la poderosa nación del norte no era el cándido vecino en quien se pudiera confiar, que venía siendo habitual que España lo hiciera todo tarde y mal, y que ambas partes pudieron hacer uso de una vileza semejante para dañar y provocar al adversario. La explosión arruinó toda esperanza de solución pacífica.
El mismo día que el Maine llegó a la Habana sin aviso previo, en misión de paz pero armado hasta los dientes, el Montgomery hacía lo propio en San Juan de Puerto Rico, mientras que otros cinco navíos de guerra norteamericanos patrullaran a siete millas de distancia, otros cinco frente a las costas españolas y otros dos remontaran la desembocadura del Tajo para atracar en Lisboa. Estados Unidos acusó a España del hundimiento y entregó el ultimátum tanto tiempo esperado, aunque antes de recibir ninguna respuesta, por si acaso, comenzó a reclutar voluntarios. España rechazó cualquier vinculación con el suceso y, orgullosa y tozuda, se negó a aceptar dictados de nadie. La guerra hispano-norteamericana, había comenzado.