Pues tenemos una Constitución que no envidia las leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades que imitadora de los otros. Y su nombre, por atribuirse no a unos pocos, sino a los más, es Democracia.
En las postrimerías del siglo V a.C. y durante veintisiete años, las dos ciudades hegemónicas de la Hélade se batieron en una terrible contienda que dividió al mundo helénico y cambió su civilización para siempre. Sólo medio siglo antes de su estallido, los griegos unidos entorno a Esparta y Atenas habían conseguido salvar su independencia rechazando el asalto del despótico Imperio Persa. Victorias como la conseguida por el ateniense Temístocles en Salamina e incluso derrotas como la de los 300 espartanos en las Termópilas, inauguraron una era de orgullo, bienestar y confianza en toda Grecia, una época de una riqueza y originalidad jamás conocida en la historia de la humanidad. Arquitectos y escultores como Ictino, Calícrates, Fidias, Mirón y Policleto establecieron el canon repetido durante siglos en el arte occidental. Poetas y dramaturgos como Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes elevaron la tragedia y la comedia a unos niveles jamás superados. Anaxágoras y Demócrito emplearon la razón para buscar una explicación del mundo, y otros como Sócrates o Protágoras hicieron lo mismo para las cuestiones de los hombres. Hipócrates alcanzó grandes avances en medicina, mientras que Heródoto inventó la ciencia de la Historia tal como hoy la entendemos. La Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta no sólo puso fin a este fabuloso período sino que resulto ser la mayor convulsión que afectó a los helenos, a los bárbaros y, bien se podría decir, a la mayor parte de la Humanidad.
En el año 431 a.C., en el acto final de las exequias celebradas en el Cementerio del Cerámico de Atenas en honor a los caídos en el primer año de la guerra, el strategos asciende hasta la tribuna en la que pronunciará un discurso ante el auditorio allí congregado. El orador se presenta ante ella para hablarle del valor y el heroísmo de los combatientes, pero sobre todo les habla de su ciudad y de los ciudadanos que la habitan, del esfuerzo y los logros de sus antepasados y de las instituciones que la ordenan, así como del significado ético y político de ser ateniense. Los reunidos asienten porque saben los nombres de quienes hicieron grande y fuerte a la polis, entre ellos, el del famoso orador que les habla. Todos saben que palabra usar para designar todo aquello. No importa que no lleven una vida intachable pues todos saben que en el momento adecuado sabrán borrar el mal con el bien, dando sentido a toda una vida. Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás somos un modelo a seguir. Todos los asistentes saben que ese modelo se llama Democracia, un orden nuevo consistente en hacer que la multitud de varones libres allí presentes que antaño dependían de voluntades ajenas sean ahora los señores de su destino.
Pronunciado poco antes de que la peste asolara la ciudad llevándose consigo también al respetado orador, el discurso de Pericles es uno de los elogios fúnebres más hermosos de la literatura universal y uno de los discursos políticos que más han influido en la cultura europea desde que Hobbes lo tradujese al inglés en 1628. Sin duda alguna la democracia no llegó a Atenas de la mano de Pericles. No cabe duda de que el discurso que conocemos es la recreación idealizada de su contemporáneo, el historiador Tucídides, que lo incorporó bastantes años después de que fuera pronunciado, al relato de sus Historias, cuando ya Atenas había sido derrotada. Pero todo eso es irrelevante, pues definía inequívocamente la naturaleza y la razón de ser del ateniense y expresaba de forma única la fe del hombre en la política.
Más de dos mil cuatrocientos años después de la Guerra del Peloponeso, el borrador del preámbulo del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa se servía de una cita del discurso fúnebre de Pericles, eso si, un tanto manipulada: Nuestra Constitución se llama democracia porque el poder no está en manos de una minoría sino de todo el pueblo.