Cuando los ginebrinos mataron a Servet no defendieron la doctrina sino que mataron a un hombre. Defender la doctrina no es propio de la magistratura -¿qué tiene que ver la espada con la doctrina?- sino del doctor. Sin embargo, defender al doctor es propio de la Magistratura, así como defender de la agresión al agricultor, al artesano, al médico y a los demás. Así pues, si Servet hubiera querido matar a Calvino, la Magistratura habría defendido a Calvino correctamente, pero como Servet luchaba con argumentos y escritos debía ser refutado con argumentos y escritos.
El reformador aragonés Miguel Servet murió en la hoguera condenado por hereje y blasfemo el 27 de octubre de 1553 en Ginebra, ciudad por aquel entonces convertida en una despótica y arbitraria teocracia tutelada por el también reformador Juan Calvino, adversario con quien mantenía un largo y profundo debate teológico con la intención de arrojar luz sobre temas tan cruciales como la Trinidad o la inmortalidad del alma. Tal fue el escándalo y el horror que produjeron el juicio y la muerte de Servet, que Calvino tuvo la necesidad de salir de inmediato en su propia defensa escribiendo una obra justificativa, la Defensio orthodoxae fidei de sacra Trinitate (1554), donde el reformador rechaza la libertad de conciencia y defiende la condena a muerte de los herejes. La paradoja es que las Iglesias reformadas que surgen ante la necesidad de interpretar la Biblia de forma diferente a la Iglesia de Roma, con el tiempo reproducían el mismo modelo autoritario e inquisitorial, y lo hacían contra las nuevas corrientes de pensamiento que aparecían en el seno del propio movimiento protestante con la misma -a veces más- violencia que contra paganos, judíos y católicos.
El martirio de Servet, convencido de su fe en Cristo y en defensa de lo que él consideraba en conciencia la verdadera fe, supuso un episodio crucial en las tensas y violentas querellas teológicas que asumían la creencia de que el hereje no tenía derecho a disentir sin poner en peligro su vida. De esta forma, acabará impulsando la reacción contra Calvino encabezada por Sebastián Castellio, un culto y reputado intelectual reformado, que con su Contra libellum Calvini se encargará de acusar de forma concisa, clara y contundente a quien antes criticaba los métodos crueles de la Iglesia Católica y ahora es denunciado por los mismos motivos. Frases y razonamientos realizados través de un personaje llamado Vaticanus –el provocador alter ego de Castellio- que reivindica la figura y la obra de Servet en un discurso contra la represión violenta del pensamiento, a favor de la libertad de opinión y la tolerancia, de la superación de la interpretación literal de las Sagradas Escrituras y en clara defensa de la separación de la Iglesia y el Estado.
Como no se ceñía a la interpretación ortodoxa de Calvino, las intolerantes autoridades ginebrinas velaron porque en la Suiza reformada no se difundiera el panfleto anticalvinista de Castellio, desde entonces sumido en la miseria, sus escritos prohibidos por la celosa censura del Consejo de Basilea y perseguido y amenazado por una justicia tan implacable como intransigente. La obra del comprometido Castellio no vio la luz hasta 1612, casi cincuenta años después de su muerte, en los Países Bajos y sin que constara el nombre de su autor. Castellio desapareció de la Historia hasta que Ferdinand Buisson, premio Nobel de la Paz en 1927 y, sobre todo, el escritor austriaco Stefan Zweig en 1936 -significativa fecha en occidente para hablar de la libertad frente a la violencia ejercida desde el poder- lo rescataran para el gran público.
Hasta hace contados años, pocos sabían que la frase matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre la escribió Sebastián Castellio hace cinco siglos en respuesta a Calvino, que defendió la ejecución en la hoguera de Servet para imponer sus ideas trinitarias aniquilando al hombre. En la crisis desatada por la muerte de Servet, Castellio se posiciona en la defensa del concepto de libertad, a pesar de no estar de acuerdo con él en su interpretación de la Biblia ni en su visión de la reforma religiosa. Y por eso, aunque injustamente olvidado durante siglos, debe considerarse un adelantado de los derechos del hombre que inaugura el concepto de libertad y tolerancia activa, antes, mucho antes y en momentos más difíciles, que Locke, Hume, y Voltaire, debiendo ocupar un lugar brillante y destacado en la historia del pensamiento occidental.
La libertad es la excepción que confirma la regla de la intolerancia y siempre, en todo tiempo y lugar, ha habido, hay y habrá alguien tentado de suprimirla.