Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos árboles. El árbol de la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia del bien y del mal no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo Dios a Adán?. Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia, porque el día que lo comas, morirás. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá.
Pio Baroja, El árbol de la ciencia.
Con justa razón dijo Goethe que Gris es toda teoría y verde y dorado el árbol de la vida, aludiendo a un antiguo arquetipo que planteaba que el máximo grado de armonía es vegetal más que mineral, por cuanto que lo gris tiene algo de estático e inerte contrario al dinámico árbol bajo cuya sombra descansamos. Tomando su tronco como la tierra, con su copa tocando el cielo y con sus raíces envolviendo el infierno, la verticalidad del árbol le confiere la capacidad de conectar lo subterráneo y lo celeste, constituyéndose en el axis mundi, la columna que sostiene y sobre la que gira el mundo. Manifestación de lo sagrado y motivo trascendente por el que los antiguos celtas veneraban la encina, los germanos el tilo, los escandinavos el fresno, los persas el ciprés y los chinos el bambú, el ciruelo y el pino, mientras que no hay más que recurrir al Salmo 92 para comprobar lo que los hebreos reclamaban de la palmera.
Al igual que los árboles terrestres siguen un ciclo vegetal desde la semilla al fruto, los árboles sagrados cuya savia y sombra dan la vida, aparecen en muchas culturas, desde el yggdrasil nórdico hasta el ashvattha de la India, desde el Kien Mu chino hasta el tótem florido de los sioux en torno al cual danzaban. Enraizado con tradiciones mesopotámicas, en el Génesis se destacan el Árbol de la Vida y el de la Ciencia entre todos los demás árboles del Paraíso. Árbol de la Vida que cristianos medievales como Ramon Llull identificaron con la cruz, axis mundi en el que la esencia divina y la naturaleza humana convergen en la última etapa para anunciar la resurrección tras la inevitabilidad de la muerte. No en vano en el sueño apocalíptico de San Juan, Jesucristo nos revela Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. ¡Felices los que lavan sus vestiduras para tener derecho a participar del árbol de la vida.
Eterna lucha entre los valores paradisíacos y demoníacos presente en el primer y último libro de la Biblia, el conocimiento revelado por el árbol de la vida, vitalista, intuitivo, inmediato y espontáneo, frente al conocimiento científico del árbol de la ciencia que, meditado y racional se amolda a los valores de utilidad y necesidad, mejor encerrado en su Caja de Pandora.
Hace casi 30 años que un historiador norteamericano se preguntó por qué debería leer novelas. Sabiendo la respuesta y evitando cualquier posible disquisición, hay obras literarias que, sin dejar de ser ficción, se basan en experiencias que no han sido escritas para transmitir hechos históricos, pero que proporcionan rastros sobre las condiciones de vida, las costumbres, los sentimientos y las ideas de una sociedad. Concedamos pues a El Quijote, Crimen y Castigo o a El Gatopardo la misma humilde condición de documento que rutinariamente se otorga a cualquier legajo apolillado o a unos añicos de cerámica desenterrada.
El árbol de la ciencia es una de las mejores novelas de la historia de la literatura, pero no es por su calidad literaria por la que le dedicamos estas Galeras. Está aquí porque es la historia de un individuo que sufre una crisis personal que no se entiende aislada de su contexto, la crisis de la civilización occidental de finales del siglo XIX, el colapso de la confianza en el racionalismo científico imperante en el último siglo. Crisis de valores que desemboca en la desesperanza moral de la sociedad. Crisis que en España durante mucho tiempo relacionamos con 1898, pero que tiene su correlato en toda Europa con anterioridad a esa fecha y que se prolongó hasta la Gran Guerra. Decía Baroja que el afán del hombre por depositar toda su confianza en la ciencia vuelve la vida pálida, anémica y triste. He oído por ahí, posiblemente afirmado por algún pesimista, que en nosotros se encuentra la misma fatalidad de la Crisis del 98. Igual tenemos que esperar que alguna novela nos saque de dudas.