Clipperton es un inhóspito atolón coralino de seis kilómetros cuadrados que se encuentra a 10°18′N 109°13′W, en mitad del Océano Pacífico. Hay crónicas que relatan que fue uno más de los miles de islotes divisados por Magallanes en el más grande acontecimiento humano. También dicen que fue descubierto algo después por Álvaro de Saavedra en busca de la nao Trinidad. Sin embargo, la de Clipperton es una historia al margen de la Historia, pues allí nunca ha pasado nada. Fuera de toda ruta y ajena a grandes acontecimientos y batallas, incluso algunas cartas de navegación dudan de su existencia y la siglan como D.E, Doubtful Existence, existencia dudosa,emblema exacto de la inestabilidad de las cosas que nos recuerda que las novelas de caballería mencionan islas que aparecen y desaparecen sobre el mapamundi, desvelando así su naturaleza orgánica y monstruosa.
En el siglo XVIII, la Paz de Utrecht benefició a los ingleses que obtuvieron concesiones comerciales en América a través del asiento de negros y del navío de permiso. Sin embargo, su insaciable apetito nunca les permitió conformarse y olvidar las riquezas que podrían obtenerse desde que, dos siglos atrás, los españoles iniciaran los viajes exploratorios entre el virreinato de Nueva España y Filipinas a través del Pacífico, en especial si en el tornaviaje abordaban el Galeón de Manila. Y aún hubo algunos navegantes que intentaron repetir las hazañas de corsarios y bucaneros pretéritos. Este fue el caso de John Clipperton, pirata que decidió prestar su nombre a la isla mientras en ella abandonaba a un marino revoltoso, sin nada más que unas gotas de agua en una botella y una pistola cargada con una bala, para cuando decidiera acabar con su inquietud.
En 1907, el Presidente Porfirio Díaz decidió defender la soberanía mexicana sobre la isla, no reconociendo ninguna otra que la de los legítimos herederos de quienes habían sido dueños de los Mares del Sur durante siglos. De este modo llegó el capitán Ramón Arnaud con un piquete de soldados y sus familias a una isla en la que sus únicos habitantes eran los cangrejos y los pájaros bobos, de cuyo guano una compañía norteamericana extraía el fosfato. A 511 millas de distancia de Acapulco, el porfiriato cumplió la promesa de enviarles periódicamente un barco de abastecimiento, hasta que, con la Revolución Mexicana de 1910, quedaron abandonados y olvidados en la infinitud del Pacífico. Fue entonces cuando, enloquecidos por el escorbuto y a golpe de amotinamiento y deserción, los humanos devinieron en monstruos. En 1916, muerto el capitán Arnaud,el farero Victoriano Álvarez, un mulato descendiente ilegítimo del primer gobernador de Colima, se autoproclamó Rey de la Isla y las quince mujeres y sus hijos se convirtieron en objetos de sus aberraciones y desvaríos.
En 1915, otro barco les había invitado a regresar a la civilización. Sin embargo, Arnaud había declinado, renunciando al único istmo que unía la isla con la historia, entrando en la Utopía. Umberto Eco nos explica que casi siempre la Utopía se ubica en una isla, un lugar inaccesible al que puede llegarse por casualidad, pero al que no sabremos volver una vez que nos hallamos ido. Sólo en una isla es posible construir un mundo perfecto, alternativo al que realmente existe, mezcla del Locus Amoenus clásico y la desconexión postulada por el economista Samir Amin. En una isla, Ulises encuentra a Circe y Polifemo. Una isla es la Pancaya de Evémero y la Atlántida de Platón, e islas son la Utopía de Tomás Moro, la Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Terre australe connue de Gabriel de Foigny, la Severambes de Denis Vairasse, la Libertalia de Daniel Defoe y la Península Ibérica convertida por el lúcido José Saramago en una Balsa de Piedra. Paolo Vignolo nos recuerda que el nombramiento de Ramón Arnaud como gobernador de Clipperton le convirtió en un moderno Sancho Panza en su imaginaria ínsula de Barataria. Olvidando quizás que hay islas que ocultan utopías negativas, pues toda isla en parte siempre ha sido una ínsula perdida.