Con el viejo Garry Owen retumbando en sus cabezas, y el polvo aún arremolinado al abandono de la impedimenta, los tres regimientos encabezados por un arrogante e impulsivo teniente coronel, vomitaban plomo mientras galopaban hacia el aduar instalado a orillas del Little Big Horn. Pero ni el relincho de los caballos ni las cornetas desgarrando el aire fueron suficientes para que aquellos despreciables se amedrentaran. Menos aún cuando echaron pie a tierra para, parapetados tras sus monturas, rechazar el ataque de unos cheyennes estupefactos y envalentonados por el gesto. Fue uno más de una larga serie de errores de difícil explicación, aunque escasa importancia tiene la muerte de Custer y la de los doscientos sesenta y cinco soldados del Séptimo de Caballería cuando, desde la Ilíada, el mito juega con ventaja frente a la historia.
En la historia de todas las naciones existe un mito fundacional protagonizado por un héroe que explica su origen en forma de leyenda poética. Así, mientras España conserva como remoto aglutinante al Cid Campeador y Bernardo del Carpio y Francia a Roland y Huon de Bordeaux, la joven Norteamérica busca y encuentra en la Conquista del Oeste a semidioses como Davy Crockett, Wild Bill Hickock, Pat Garret, Kit Carson y, por supuesto, a George Armstrong Custer. Todos ellos caballeros sobre los que sobrevuela el aurea de generosidad, sacrificio y triunfo sobre la barbarie necesario para que las generaciones vivas reciban los estímulos del presente y renueven su legado ancestral.
Pero aunque tiene un fondo real, todo mito es una construcción simbólica e hiperbólica que, paradójicamente, para ser verdadera el narrador necesita falsear y enfatizar las facultades épicas de un trampero, un soldado de fortuna e incluso algún que otro forajido de leyenda. Frente al oikistés homérico, el indio siempre es el enemigo traicionero, cobarde y astuto, una bestia infernal instruida y siempre dispuesta a caer implacable, cruel y sanguinario, sobre cualquier rebaño, caravanas o rancho que se cruce en su camino.
De este modo, ante el mito fundacional y los héroes de frontera, poca importancia tiene explicar que en pocos años un considerable grupo de cazadores blancos exterminasen los grandes rebaños de bisontes de Nebraska, Kansas, Texas, Nuevo México, Colorado y Oklahoma, tierra de comanches, pawnees y kiowas donde se abastecían de la carne con la que preparar penmican y de la piel con la que vestirse y cubrir los tipis. Como tampoco importan mucho las matanzas de mujeres y niños sioux después del descubrimiento de oro en las Black Hills de Wyoming y Dakota. Agrupados bajo el despectivo nombre de pieles rojas, para los anglosajones -ingleses hasta 1776, norteamericanos después-, todos ellos no eran más que un estorbo, una amenaza para la epopeya civilizadora de la Santa Fe Trail y la Kansas-Pacific. Tampoco tiene mucha importancia explicar que el piel roja tuviese familia, costumbres, intereses y derechos sobre una tierra que había sido suya durante milenios. De este modo, tampoco importa la muerte de un estúpido Custer el 25 de junio de 1876 en Little Big Horn, después de una valiente aunque inútil resistencia.
En 1885 el admirado general Sherman se jactaría de que en los veinte años precedentes habían sido aniquilados ciento setenta y cinco mil sioux, pawnees, cheyennes y arapahoes. Ha sido muy saludable porque han sido reemplazados por doble número de hombres y mujeres blancos, añadió. Al año siguiente, Toro Sentado regresaría desde su refugio en Canadá para ser encerrado en una Reserva en la tierra de sus antepasados. Con su rendición las Guerras Indias habían terminado para siempre.