El miedo a las revueltas campesinas, a la crisis dinástica de los Tudor y a una potencial invasión extranjera de la isla provocaron que, durante el siglo XVI y buena parte del XVII, la aristocracia y la gentry inglesas se establecieran como una clase dominante cohesionada con la defensa de sus intereses como un objetivo común. Sin embargo, desde principios del siglo XVII, conjurado el peligro con la instauración de la dinastía Estuardo y la firma de la paz con España (1604), esta alianza se descompuso, produciéndose una progresiva concentración del poder local en manos de la gentry, mientras que la nobleza, alarmada por el ascenso económico de aquéllos, se arrimaba al poder central.
Para cuando a mitad del siglo XVII estallara la Revolución Inglesa (1642-1689) ambas posturas se habían vuelto irreconciliables. Por un lado, estaba la Corte, minoría urbana, suntuosa y oficialmente anglicana, cuya cabeza visible era un monarca absolutista que atraía, principalmente, a la clase nobiliaria. Por el otro, el País, un conjunto heterogéneo formado por elementos rurales y urbanos burgueses aglutinados por las creencias puritanas de corte calvinista y que, agrupados en torno al Parlamento, se encargaron de atraer para su causa a las clases populares más desfavorecidas. Lujo frente a simplicidad; corrupción frente a virtud. Así fue como se rompió un complejo sistema de equilibrios entre la Corte y el País -Court and Country-, y comenzó la lucha por el poder dentro del Estado entre una Corte barroca y absolutista y las clases terratenientes que dominaban los condados. Este conflicto estalló formalmente en 1640 cuando el Parlamento exigió al monarca, entonces Carlos I Estuardo, el reconocimiento de la supremacía de la institución parlamentaria frente a las decisiones reales.
A este hecho, habría que sumar la profunda debilidad estructural de la monarquía inglesa respecto a los movimientos insurrectos de irlandeses –católicos- y escoceses –presbiterianos-, fragilidad ya patente durante todo el reinado Tudor y ampliamente manifestada con la dinastía escocesa Estuardo, a pesar de que con su advenimiento habían logrado unificar toda la isla bajo el mismo poder político. Así, el levantamiento irlandés de 1641 y la permanente guerra contra los escoceses -que alternativamente cambiaban de bando-, además de minar la moral regia poniendo en entredicho su autoridad, consumían los recursos financieros de la corona y revelaba la ineficacia del ejército real y del cuerpo burocrático del estado.
Frente al poder del monarca se encontraba un segundo poder, el del Parlamento. Un Parlamento formado por elementos heterogéneos que mantenían pugnas internas pero que fue capaz de aliarse con los estamentos más bajos de la sociedad en defensa de la propiedad y de los derechos legales tradicionales que eran sistemáticamente vulnerados por la acción despótica del monarca. Todo ello, a través del desarrollo de una base ideológica coherente basada en la vuelta a una imaginaria Edad de Oro y en una estricta religiosidad puritana, que supieron vender mediante una acción propagandística sin precedentes en la historia. Resulta evidente que los intereses de las clases bajas y los desheredados debían estar bastante alejados de las querellas constitucionales entre la gentry, la nobleza y la corte, pero fue determinante en la victoria final sobre el bando realista.
En 1647, Oliver Cromwell al frente del New Model Army del Parlamento derrotó a las fuerzas reales e hizo prisionero al monarca con la idea de derrocar la monarquía, proclamar la república – Commonwealth- y acabar con los privilegios de la aristocracia. Dos años después, Carlos I Estuardo era ejecutado y se disolvía el Parlamento. Una república donde, paradójicamente, todo el poder quedó concentrado en la persona de Cromwell, sustituyendo un absolutismo por otro. Alguien dijo alguna vez que, a veces, cuando el pueblo pretende violentamente su libertad, suele encontrar la dura servidumbre de una tiranía.