Que la población nativa de Irlanda ha tenido en la historia mala reputación es una cuestión de sobras conocida. Desde la antigüedad, las fuentes clásicas calificaron a los oriundos gaélicos como salvajes y bárbaros que incluso, según el historiador griego Estrabón, tenían por caso de honor comerse a sus Padres después de muertos. Para Inglaterra, esta actitud despectiva tiene su origen en la conquista anglonormanda del siglo XII y las sucesivas rebeliones irlandesas desde mediados del siglo XVI, tras el intento de conquista Tudor. Se confirmaba así el innato carácter rebelde de los old irish de religión católica y cultura gaélica, y la necesidad de hacer cumplir por la fuerza de las armas su sacrosanta misión civilizadora.
Según las crónicas, y en contra de lo que pueda pensarse, la experiencia de los exploradores, militares y comerciantes españoles del siglo XVI no era muy distinta, e insistían en la naturaleza no civilizada de los old irish, radicalmente diferente a la de los grupos sociales que habitaban el territorio, igualmente frío y mísero, bajo dominio inglés, con los que, a pesar de la tradicional enemistad entre ingleses y españoles, unían estructuras sociales, económicas y culturales semejantes. Sin embargo, el acercamiento durante el reinado de Felipe II con determinados nobles, y su posterior exilio a los territorios de la Monarquía hispánica después de la derrota de los aliados hispano-irlandeses en la Batalla de Kinsale (1602) - en el marco de la Guerra de los Nueve Años (1594-1603)-, posibilitó una progresiva aproximación entre dos realidades aparentemente distintas. Así, mientras que los calificativos despectivos iban desapareciendo de los documentos españoles, las élites irlandesas pusieron en marcha todo un programa ideológico con el fin de legitimar sus aspiraciones cuya consecuencia inmediata fue la constitución de una relación mutua de patronazgo y lealtad. Este proceso se justificó mediante tres hábiles argumentos que los españoles no pudieron obviar: el mito del origen peninsular de los irlandeses, su inquebrantable fe católica y los servicios prestados a la Monarquía.
Al mito del origen, basado en las sucesivas invasiones sufridas por Irlanda hasta la llegada del rey Milesio desde el norte de la península ibérica hacia el 3500 a.C., ya recurrieron los irlandeses ante Carlos V. Para demostrar la descendencia peninsular de sus más antiguas y nobles casas, los irlandeses recuperaron antiguas crónicas – El Libro de las Invasiones, Los Anales de los Cuatro Maestros-, y abordaron la producción de una Nueva Historia de Irlanda, textos de evidente justificación política en los que también ocupaban un lugar relevante el origen norteño de Milesio, y la pureza de sangre que permitió reconquistar la península frente a los infieles.
Además, se sabe que en la segunda mitad del XVI y primera del XVII el pensamiento político español –incluso destacados escritores como Quevedo-, entendían la religión como una auténtica razón de estado, de la que la política no debía distanciarse. Razón de religión que los irlandeses se esforzaron en subrayar internacionalizando la guerra de los Nueve Años contra los herejes ingleses y que los identificaba por completo como católicos. Todo ello antes pero, sobre todo, después del exilio de Kinsale, ante una Monarquía premeditadamente adjetivada como Católica y que, por tanto, estaba obligada a salvaguardar sus intereses.
Para asegurarse la asistencia y protección de la monarquía hispánica, los irlandeses recurrieron al reclamo de los servicios prestados a Felipe II y a su hijo Felipe III en la propia Irlanda –Armada Invencible (1588), Kinsale (1602)- o en el exilio, formando parte de los ejércitos imperiales a lo largo y ancho de todo el orbe. El transporte de munición, la manutención de la soldadesca o la entrega de tierras y castillos se convirtieron en algunos de los argumentos esgrimidos como causas que les forzaron al exilio, aprovechando cualquier ocasión para obtener mercedes regias en justa correspondencia.