Desde finales del siglo II a.C. la República se dirigía hacia el colapso, entre otras circunstancias, por la escasa capacidad de las instituciones para afrontar los graves problemas surgidos en un estado cada vez más extenso y por la rivalidad creciente entre optimates y populares, clase política dirigente sobre la que tradicionalmente se había asentado el sistema constitucional republicano. Esta situación favoreció la irrupción de individuos sobresalientes y muy populares como Mario, Sila, Pompeyo y Julio César, auténticos líderes políticos y militares, dictadores con un poder extraordinario –aunque legal- y una excelente capacidad económica.
Hacia el año 44 a.C., apoyándose en la plebe y en los veteranos del ejército, la posición política y capacidad de liderazgo alcanzada por Julio César se habían vuelto inadmisibles para la aristocrática clase dirigente tradicional, que poco a poco estaba siendo desplazada por otra nacida de las nuevas relaciones sociales y políticas surgidas a raíz de la expansión territorial de Roma. La respuesta de los optimates fue eliminarlo bajo la acusación de tiranía, confiados en su auctoritas y en el mos maiorum, y justificados por Marco Tulio Cicerón, que, aunque no participara directamente de los hechos, se encontraba agazapado detrás de su proverbial cobardía.
Perfecto conocedor de la teoría ateniense del tiranicidio, para la que el término tiranía era antagónico al de democracia, Cicerón la adaptó al sistema de gobierno aristocrático de la República romana convirtiéndose en el principal defensor del tiranicidio como deber cívico. Sin embargo, en su caso, la virtud que suponía acabar con la tiranía no significaba instaurar una democracia a la que odiaba, sino la conservación de la República aristocrática tradicional, correspondiendo sólo a los de más alta condición, los boni, determinar quién era un tirano y quién no. Así, en sus discursos se encuentra una notoria relación de los considerados tiranos de la historia romana, así como una completa descripción de sus vicios y excesos, nombrando a los Gracos, Fulvio Flaco, Saturnino o Glaucia para reforzar sus argumentos y difundir la idea de que el tiranicidio era una práctica aceptada en la Republica. Teoría ésta que desarrolló con la perversa intención de comprometer a quien, desde su punto de vista, mantuviera una actitud tiránica contraria al espíritu de la res publica. Y resulta curioso comprobar que, en todos los casos, los tiranos se caracterizaban por ser personajes muy populares que promovían medidas en beneficio de la plebe, lo que les convertía en virtuales enemigos del Senado y del Pueblo de Roma. Lo cierto es que ninguno de sus rivales políticos pudo escapar a la acusación de tiranía, el primero, Verres en Las Verrinas; luego vendrían Catilina y los suyos en Las Catilinarias, Clodio, y finalmente, Julio César en Los Deberes, o Marco Antonio en Las Filípicas.
Cicerón escribe Los Deberes -De officiis- en las postrimerías del año 44, inmediatamente después del asesinato de César, y en ella detalla los que consideraba principales deberes de un optimus civis republicano. Entre estas obligaciones se encontraba el uso de la violencia en el caso de que fuera necesario in conservanda civium libertate, hasta el extremo de argumentar que para el pueblo romano matar a un tirano constituiría la acción más honrada y útil que se pudiera acometer y que la muerte violenta sería su destino natural en pago por su crueldad y mal gobierno. Una vez justificado el asesinato de César, después promovió en Las Filipicas, una guerra que no debía considerarse como civil, sino como justa, merecida y legítima. En ella, Marco Antonio no sólo representaba el papel de enemigo de Roma, sino también el de un tirano que debía tener el mismo final que César, llegando a afirmar en su segunda Filípica que el pueblo había aprendido en los Idus de marzo lo glorioso del tiranicidio, y que muchos rivalizarían por alcanzar la misma hazaña. Lo que en apariencia es un discurso, en realidad es un difamador libelo que jamás fue pronunciado.
Cicerón ha pasado a la historia como el más excelso de los oradores y no me atrevería a dudar de que sea uno de los padres preminentes de la teoría política moderna. Tampoco que la justificación del tiranicidio, desde los escolásticos Santo Tomás de Aquino y Juan de Mariana, hasta Locke, es uno de los cimientos de las sociedades democráticas actuales, basadas en los principios de que es útil matar al tirano. Pero cuando se escogen dos de sus discursos más famosos, Las Catilinarias (63 a.C.) y Las Filípicas (43 a.C.), se aprecia que durante veinte años manosea los mismos argumentos para justificar determinadas formas de actuar, escondiendo sus propios intereses detrás de un supuesto bien común. Presuntuoso y engreído, se presentó a sí mismo como un personaje singular al que se le debía devolver el agradecimiento que él negó a los demás. Y por eso, no duda en hablar de sí mismo con modesta aunque forzada admiración, al tiempo que resulta adulador en exceso con los suyos a la par que difamador con los demás. Embaucador y tramposo, Cicerón prefirió siempre lo útil a lo bueno haciendo de ambos conceptos una misma aspiración. Pero ni lo bueno es siempre útil ni lo útil es siempre bueno.