La historia nos enseña que es frecuente en época de crisis buscar un chivo expiatorio. Es el caso de Alfred Dreyfus, capitán judío de origen alsaciano que servía en el Estado Mayor de Francia. Más de veinte años después de la derrota en la Guerra franco-prusiana, a finales del año 1894, fue acusado de espionaje a favor de Alemania y tras un juicio fraudulento, confinado a perpetuidad en la inhóspita Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. Doce años después de aquel hecho, y tras una encendida batalla en una sociedad europea dividida entre dreyfusistas y antidreyfusistas, la Corte Suprema estimó que las acusaciones contra él eran infundadas y decretó su puesta en libertad. Es el famoso Affaire Dreyfus, un suceso que, lejos de ser uno más entre tantos de los representados en el conflictivo escenario europeo del siglo XIX, supone el estallido del enfrentamiento larvado que mantenían dos Francias antagónicas, utilizando como telón de fondo el antisemitismo.
Por un lado, la Francia hija del Siglo de las Luces y los valores de la Ilustración y la Revolución, liberal, laica, urbana, progresista, burguesa e intelectual, que tras un largo y profundo proceso no exento de contradicciones, había abierto la sociedad europea a los judíos como iguales. Por otro, la Francia tradicional, rural, monárquica, militarista y católica que detesta el siglo XVIII por racionalista y libertario. Desde mediados del siglo XIX, se empeñó en destruir las bases ideológicas de la democracia liberal sobre la que descansaba la Tercera República, que entre otros males, había permitido una nación -la judía- dentro de otra nación –Francia-. Y lo hace mediante la elaboración de un corpus intelectual paneuropeo de tendencias historicistas, que desde Burke a Nietzche en Alemania, a Rennan, Taine, Barrès o Drumond en Francia, originan una nueva forma de antisemitismo moderno.
Es en la cuna de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad donde se libran las primeras batallas que enfrentan al liberalismo -ideología fundada sobre el individualismo, el racionalismo y la presunta inmutabilidad de las estructuras sociales-, con sus enemigos apoyados por millones de trabajadores y asalariados no representados, insatisfechos y hacinados en los grandes centros industriales. Nacionalismo primero, totalitarismo después, que reinterpretado al extremo en Alemania, alcanzaría su máxima expresión en el nazismo. Pero no hay más que leerse La Question Juive de Marx (1844) o comprobar la política de Stalin hacia los judíos, incluso después del fin de la Segunda Guerra Mundial, para darse cuenta de que el antisemitismo ni es espontáneo ni es patrimonio exclusivo de los fascismos.
El Affaire Dreyfus terminó en Europa con el triunfo de la democracia liberal en la Segunda Guerra Mundial. Pero las ideas ilustradas no habían podido iluminar suficientemente Europa para evitar el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, el comunismo en la Europa central y oriental, o la gran victoria del antidreyfusismo francés, el Régimen de Vichy. No sean inocentes y crean que son producto de un accidente o un error histórico, algo sin explicación, sino el siniestro producto de una larga evolución que anunciaba el fin de la época nacida de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII.
Coincidiendo con el Affaire Dreyfus, Charles Maurrás fundaba el partido ultraderechista antidreyfusismo L’Action Française. Medio siglo después, pronunciaba un exaltado C'est la revanche de Dreyfus!, juzgado y condenado a la pena capital, una vez liberada París por parte de la anti-Francia liderada por De Gaulle y sus dreyfusianos aliados.