Después de levar anclas y a la voz de ¡Largar!, los gavieros y juaneteros de La Venganza comenzaron a soltar el paño, primero por los penoles y después por la cruz. Era seis de octubre de 1767, octavo año del reinado de Carlos III y se hallaban en Cádiz, donde hacía cincuenta años, se había trasladado oficialmente la Casa de Contratación de Indias y puerto al que arribaban navíos de todo tipo y pabellón. ¿Qué insólito interés puede despertar que aquella mañana una fragata como La Venganza zarpara de un puerto como el gaditano?. Aunque hoy pueda parecernos repugnante, al poner rumbo hacia las costas de Guinea comenzaba un tráfico inédito en la historia de España. Curioso nombre para un barco negrero.
Si bien, desde 1501, los Reyes Católicos habían autorizado la importación de negros en América, los españoles se limitaban a conceder los asientos necesarios para la entrada de estas mercancías a intermediarios extranjeros, dueños de las factorías establecidas en África. Así desde el siglo XVI, sucesivamente la portuguesa Compañía Real de Guinea, la Compañía Francesa de Guinea y la South Sea Company abastecieron de piezas, mulecones, muleques y mulequillos a las posesiones españolas de ultramar, hasta que en 1789 dejó de ser necesario el derecho de asiento por la total libertad decretada por Carlos III para este tipo de comercio.
De todos los interesados, los portugueses fueron los primeros que lo iniciaron a gran escala, fundando factorías fortificadas como la de Sao Paulo de Luanda, al noroeste de Angola. Sobre el infortunio de los esclavos da buena cuenta el jesuita Alonso de Sandoval en su libro, de 1627, Naturaleza, Policía Sagrada y Profana, costumbres, ritos y catecismo evangélico de todos los Etíopes, en el que denuncia que en la isla de Luanda… pasan tanto trabajo y en las cadenas aherrojados tanta miseria y desventura, y el maltratamiento de comida, bebida y pasaría es tan malo, dales tanta tristeza y melancolía que viene a morir el tercio en la navegación, que dura más de dos meses. Esta clase de mercadería se contaba en destino, así que es difícil precisar el número de secuestrados, aunque se estima entre 10 y 15 millones los que arribaron a América.
Por los años cincuenta del siglo XIX, un navío similar a La Venganza naufragó frente a las costas de la Bahía de Cádiz. En él, junto a otros muchos, viajaba una esclava muleque que, sin saber bien cuánto tiempo estuvo en el mar, dio a parar sobre la fina y blanca arena de Valdelagrana, en el Puerto de Santa María. Allí la encontró un piconero que, después de comprobar que nadie había ejercido el derecho de marca con el timbre de la carimba, la prohijó. Se llamaba Cándida, había nacido en Luanda el 2 de mayo de 1845 y vivió en el Puerto, con las marcas que dejaron los grilletes en sus muñecas y tobillos, hasta su muerte con 110 años. Los que la conocieron la describen de andar cadencioso, gesto sereno y siempre vestida de negro, con un delantal blanco y un gran cesto de mimbre como únicos elementos que rompían tanta negritud. Cuentan que trabajó como una negra y pasó muchas necesidades. Pero éstas las cubría con la sonrisa de saberse libre, como todo lo que escupe el mar.
En 1792, Dinamarca fue la primera nación que abolió la esclavitud. Después la siguió Inglaterra y en 1815, el Congreso de Viena la asimiló a la piratería. Con una cruenta guerra civil en la que se enfrentaron dos modelos opuestos de producción, Estados Unidos hizo lo propio 1863. En España, hubo que esperar hasta 1886, después de que el diputado Antillón muriera apaleado después de pronunciarse abolicionista en las tan ilustradas Cortes de Cádiz. No piensen que el comercio de esclavos desaparece por un cambio de mentalidad a la luz de las nuevas ideas ilustradas. Tan sólo, la revolución industrial hizo de la máquina un instrumento mucho más barato de mantener y menos inclinado a cualquier tipo de protesta.