Con coleto y calzón pardos, paloma de encaje y sombrero chambergo de plumas y cintillo, a la izquierda se encuentra un Nassau derrotado. Escuchen con atención lo que dice, aquestas las llaves son de la fuerza... Frente a él, afable y cortés, el vencedor, también elegante, con armadura pavonada ricamente ornamentada, valona de primoroso encaje y banda carmín. Y observen su mano izquierda enguantada, la que lleva el sombrero y también la bengala, símbolo inequívoco de la autoridad del que conquista. Con brazos extendidos se niega a que el rendido quede postrado a sus pies. Justino, yo las recibo, y conozco que valiente sois; que el valor del vencido hace famoso al que vence. Presentes en tan alta ocasión se encuentran Claude de Rye, el príncipe de Neuburg, el comandante de los lansquenetes Johann Von Nassau Siegen, Don Carlos Coloma y un nutrido grupo de piqueros de los Tercios Viejos, aquellos famosos y temidos hombres que avasallaron príncipes, dominaron naciones, conquistaron provincias, y dieron ley a la mayor parte de Europa.
Situada a unos cuarenta kilómetros de Amberes, La ciudad de Breda ya había estado bajo la autoridad de Felipe II entre 1581 y 1590, y era una de las más importantes de las Provincias Unidas pues a su valor estratégico y comercial había que sumarle ser la cuna de la casa real de los Nassau. Mauricio de Nassau, príncipe de Orange, era Estatúder y Capitán General del ejército neerlandés y su hermanastro Justino, el gobernador de la ciudad. La decisión de sitiar Breda en la primavera de 1624 parece que fue iniciativa del entonces capitán general de los Reales Ejércitos españoles de Flandes, el genovés Ambrosio Spínola y fue recibida con cierta frialdad y escepticismo por Felipe IV que se limitó a enviar un escueto mensaje, Marqués, tomad Breda. En realidad, no solo el rey no envió tal mensaje sino que Spínola había decidido correr el notable riesgo de tomar una de las ciudades mejores fortificadas contra su expreso deseo. Pero después de conquistar Juliers dos años antes, las fuerzas españolas se habían quedado estancadas en el pantanoso terreno holandés con los tercios casi amotinados por falta de soldada.
A pesar de la incertidumbre de la empresa, la conquista ofrecía a los hambrientos y andrajosos soldados españoles la oportunidad de saquear una ciudad notable por su riqueza, mientras que para la corona, Breda tenía un valor altamente simbólico por pertenecer al dominio patrimonial del enemigo. A la motivación de los 18.000 hombres del ejército se sumaba que el genovés se reconocía como un brillante ingeniero militar y un afamado estratega que con suma habilidad planificó un laberinto de trincheras y fortificaciones para aislar la ciudad y rendirla, 96 reductos, 37 fuertes y 45 baterías llanas que a su vez protegerían a los sitiadores de un ataque externo. Tuvo que esperar 9 meses para que los errores del príncipe de Orange en sus intentos por ayudar a los sitiados y su propia muerte en abril hicieran el resto. El 5 de junio de 1625, la plaza tuvo que rendirse ante el hambre y las epidemias. Pocos días después, limpia la ciudad de toda infamia, la reina gobernadora de Flandes, la infanta Isabel Clara Eugenia, entraba solemnemente en la plaza.
Cuando la noticia de la rendición de Justino de Nassau llegó a España unos diez días más tarde, el triunfo fue celebrado con entusiasmo y dio lugar a numerosas obras que daban cuenta del evento. Una manifestación fue el encargo que supuestamente recibe Pedro Calderón de la Barca de escribir una comedia para celebrar la victoria. Otra, la tela de mayor tamaño que realizó Velázquez, pintura que, sin duda, marcó un antes y un después en su trayectoria como pintor. Para muchos, aquel Annus Mirabilis era la señal para que la corona atacara a todo aquel que se encontrara en continua guerra contra España. Sin embargo, para el valido del rey Planeta, el Conde-Duque de Olivares, la tan deseada victoria representaba tanto un descanso para las armas como un alivio fiscal para la hacienda. Casi todos prefirieron ignorar esta realidad y nada pudo hacer para evitar esa política suicida que, de manera inevitable, llevaría al desastre final de 1648. El dominio español en Breda apenas duró trece años. El éxito marcó el final de la hegemonía española en Europa, que apenas obtuvo victorias posteriores.