Decía el lúcido poeta y ensayista Octavio Paz que toda sociedad moribunda tiende a salvarse creando un mito de redención, lo que inevitablemente provoca la aparición de una nueva mitología, una nueva religión y una sociedad nueva constituida por desterrados. Precisamente, si de algo estaba necesitada la Argentina de los años cuarenta era de un redentor, un referente paternal de apariencia risueña acompañado de una mujer de carne y hueso, moldeada en la fragua del sufrimiento como tantos otros desfavorecidos. Ambos forjaron un proyecto político cuya bandera principal era la justicia social, un sueño plural nunca antes visto de acceso al manto protector de la providencia, erigiéndose en el mito reivindicativo y la voz de los marginados.
Antes de ganar sus primeras elecciones en febrero de 1946, el coronel Juan Domingo Perón había detentado la Secretaría de Trabajo y Previsión gracias a su participación en el golpe que tres años antes había derrocado al gobierno democrático de Castillo. Pese a que muchos le acusaban de fluctuar entre el bonapartismo y el fascismo, las medidas sociales que había logrado impulsar le habían granjeado el apoyo incondicional de la masa obrera. Así, su detención el 17 de octubre de 1945 en la isla de Martín García, pocos días antes de casarse con una actriz de segunda fila, se tradujo en una huelga general forzada y en su inmediata liberación, con un encendido discurso en el balcón de la Casa Rosada en una Plaza de Mayo que rebosaba descamisados.
La fuerte presencia obrera y sindical se mantuvo en el gobierno de Perón entre 1946 y el golpe de estado de 1955 que lo envió al exilio, en lo que se constituyó como una democracia ad-hoc que muchos simple y acertadamente llaman populista. Con un marcado pragmatismo, a un tiempo antiliberal y antimarxista, su carácter socialcristiano fue en un principio bien visto por la Iglesia, hasta que comenzó a impulsar la secularización de la asistencia social controlada por las aristocráticas damas de la sociedad porteña, adoptando el rol de heredero más consecuente de la tradición cristiana… ¡más aún que la propia iglesia!.
Mujer, provinciana y pobre, María Eva Duarte provenía de la marginalidad más extrema. Forjada en retales de novelas rosa y culebrones sentimentales, muy joven dejaría su Junín natal buscando en Buenos Aires la popularidad en el radioteatro, aunque en la noche bonaerense conoció a un galante militar que la introdujo en el naciente movimiento popular que le proporcionó el papel de su vida y daría pleno sentido a los nombres que le habían dado, María y Eva, madre y esposa universales. Desde la fundación que llevaba su nombre, la Dama de la Esperanza construyó una manera personal, informal e ilimitada de llegar a los sectores más marginales de todo el país. Vehemente y tenaz, sus discursos de barricada con áspera voz de culebrón cuestionaban el modo en el que las clases se organizaban y la riqueza se distribuía. Arengas viscerales que no tenían antecedentes en América Latina, no sólo porque venían de una mujer sino porque esa mujer era la esposa del presidente. La desclasada María Eva, rebautizada como Evita, proponía una revolución cuyo único límite era la devoción incondicional a su marido.
A los ojos de muchos, aquel benigno padre y salvador de la nación no era más que un hábil oportunista que supo aprovechar las contradicciones internas del poder en Argentina y el contexto internacional de la Segunda Guerra Mundial. Un Jano bifronte que como caudillo frenaba el peligroso avance de un proletariado cainita mientras lideraba a la clase trabajadora frente a los oligarcas, que se sentían no sólo excluidos, sino permanentemente amenazados en esos años en los que el tirano Perón estuvo casado con una actriz de mala muerte devenida en primera dama.