El califa almohade Yusuf era un hombre culto que supo rodearse de una corte de pensadores de notable influencia, como el visir Ibn Tufail. Fue éste quien, a finales de 1168 o principios de 1169, recomendó y presentó a Abu-l-Walid Muhammad Ibn Ahmad Ibn Muhammad Ibn Rushd ante el soberano. Él mismo cuenta que el Príncipe trabó coversación preguntándole, ¿Qué opinan del cielo?; ¿lo creen eterno o engendrado?. Confuso y temeroso, trató de evitar la respuesta, pero advirtiendo su temor el Príncipe recordó lo que habían dicho Aristóteles, Platón y todos los filósofos, y citó también los argumentos opuestos por los musulmanes contra ellos.
Asombrado por la erudición del monarca, Ibn Rushd acabó por hablar. Al término de la recepción, el aprecio del califa le proporcionó de inmediato un regalo en dinero, un suntuoso vestido y una cabalgadura, y después su nombramiento como cadí de Sevilla, médico principal de cámara, más tarde cadí de su amada Córdoba -como lo habían sido su abuelo y su padre- y a la muerte de Yusuf en 1184, la confirmación por su sucesor al-Mansur. La entrevista con el califa lo llevó a escribir sus Comentarios a Aristóteles. Desde ese momento fue conocido y apreciado, aunque aún tardaría un siglo este largo nombre en llegar a ser el Averroes que conocemos.
En 1195, poco después de que al-Mansur barriese a las tropas de Alfonso VIII de Castilla en la batalla de la fortaleza de Alarcos, se abrió un proceso contra Ibn Rushd que terminaría con la condena de sus escritos y el destierro a Lucena, cerca de Córdoba. El enmarañado edicto condenando su filosofía y su ciencia era el típico texto cargado de acusaciones de impiedad religiosa, y el valiente alfaquí que se atrevió a defenderlo acabó siendo igualmente condenado.
A pesar de que era un auténtico creyente, la dialéctica del pensamiento de Ibn Rushd era crítica con la ruin condición del tirano pues engendraban sociedades corruptas e indiferentes. Heredero de la corriente de los falásifa islámicos continuadores de la sabiduría helénica, Ibn Rushd consideraba, como Aristóteles, que el hombre es un zóon politikon que ha sido creado para saber y que se perfecciona por el saber. Sólo el más alto saber proporciona la felicidad, fuente que armonizaba con la tradición revelada de las religiones del Libro, en contra de lo que pensaban los intolerantes ulemas y alfaquíes que terminaron persiguiéndole. Su dialéctica revolucionaria abogaba por la necesidad de cohesión de una estructura social bien diferente a la de la sociedad musulmana representada por la monarquía almohade-bereber del siglo XII, tan retrógrada, quietista e ineficaz que fue aplastada en las Navas de Tolosa tan sólo catorce años después de su muerte.
Por eso, Ibn Rushd, mudado en Averroes, sólo pudo entenderse en la Europa cristiana bajomedieval, con el nacimiento de las primeras universidades, al alba de una incipiente burguesía, con las primeras luces del espíritu laico que culminaría con el Renacimiento. La llegada de sus escritos a París a principios del siglo XIII renovó el pensamiento de escolásticos como Alberto Magno, Duns Scoto y Tomás de Aquino, que le consideraban El Comentador por antonomasia de Aristóteles, el máximo interprete medieval de la herencia del pensamiento clásico elogiado por Dante en su Infierno, poderoso símbolo del racionalismo y de la libertad de pensamiento frente a la mística y la fe ciega. Aunque la novedad y audacia de sus ideas armonizaba la verdad revelada con la verdad de la razón, los adictos de la tradición, islámica o cristiana, lanzaron contra él el dardo envenenado de la intolerancia.