En el libro I de su Política, Aristóteles defendía que la forma natural de organización del hombre era la polis, y que quienes no vivían en ella, o bien eran dioses o bien bárbaros cuyo destino se reducía a permanecer sometidos por ser de inferior naturaleza. Aunque al principio los griegos no tenían un nombre para llamarse a ellos mismos, la conciencia de unidad entre los griegos frente a los bárbaros fue desarrollándose con el tiempo, hasta que a mediados del siglo V el padre de la Historia, Heródoto, concluyó que somos griegos quienes compartimos los mismos cultos, tenemos parecidas costumbres y hablamos la misma lengua. En este largo proceso, elaboraron un arquetipo del bárbaro que tenía en sus mujeres un notable elemento diferenciador, con características opuestas a las de la mujer griega civilizada, sometida a la autoridad de su kyrios y con una vida reducida al ámbito doméstico.
En los inicios del pensamiento griego, algunas de estas bárbaras fueron la lidia Ónfale, la cólquida Medea, Circe de Ea, la fenicia Dido o la gala Aristoxena, reinas o princesas con las que los griegos mantuvieron relaciones difíciles, siendo indiferente que unas pertenecieran al mito y otras a la historia. Que una mujer gobernase a un hombre sólo o a toda una sociedad estaba considerado como un rasgo característico de barbarie, un acto irracional, violento y descontrolado, opuestos a la moderación deseable en la mujer griega civilizada, que conducían irremediablemente al caos, a la ruptura del cosmos social. Poco a poco los griegos fueron trasfiriendo la hybris a todo el colectivo femenino situado en los confines del mundo que conocían.
Muchos son los clásicos que aluden a la ginecocracia de las Amazonas y, aunque las versiones son distintas e incluso contradictorias, el arquetipo no admite duda. Se trataba de decididas y hábiles mujeres adiestradas en el arte de la guerra, tan audaces que se mutilaban, quemaban o comprimían un pecho para lograr mayor destreza con el arco. Se las ubicaba a orillas del río Termodón, en la región de Capadocia, formaban una sociedad que no admitía a hombres entre ellas, con excepción de un día al año en el que copulaban con ellos para concebir. Por supuesto, ajenas a la Hélade, no dudaron en enfrentarse a los griegos como aliadas de los troyanos en la famosa guerra rematada con el engaño del caballo de madera.
A finales del siglo XV, la corona de Castilla se disponía, sin saberlo, a descubrir y colonizar un nuevo continente. Siglos después de lo acontecido en la colina de Hissarlik, el mito de las mujeres guerreras permanecía fuertemente arraigado en el imaginario occidental de aquellos hombres que explorarían un extenso territorio buscando no sólo gloria y hacienda, sino también a unas mujeres monopectorales adoradoras de la Luna. El propio Colón hace mención a las míticas guerreras en Las Antillas y media centuria más tarde, el fraile Gaspar de Carvajal relata un feroz ataque sufrido por la expedición de Francisco de Orellana mientras navegaba por el Marañón, río que rebautizaron con el nombre de Amazonas.
A principios del siglo XVIII, el tráfico de esclavos hacia América había provocado una grave merma de varones en África Occidental. Allí, en 1727 surgieron las llamadas Amazonas del Reino de Dahomey, un cuerpo de mujeres guerreras que, entrenadas con regularidad y armadas con mosquetes y espadas, mostraban el mismo valor y crueldad que los hombres. ¡Nosotras somos hombres, no mujeres!, nuestra naturaleza es distinta decían.
Hasta que en 1892, un Aquiles colonial francés convencido de que la forma natural de organización del hombre era la polis, mató hasta la última de las Pentesilea.