Decía Aristóteles que, a diferencia de las bestias y los dioses, el hombre es un animal político y como tal, añado, poseedor de ideología. En contra de lo que mucha gente todavía cree, el historiador también es un zóon politikon y la Historia, el campo utilizado por la ciencia política en el que deben resolverse las batallas entre ideologías discordantes, que en el caso de la Revolución Francesa han sido y siguen siendo muchas después de doscientos años. La Toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789 es uno de los pasajes más emblemáticos de aquel periodo confuso, caótico, conflictivo, a veces glorioso a veces oscuro y surcado de contradicciones que fue la Revolución Francesa, un acontecimiento decisivo en la Historia Universal, algo de lo que ya eran conscientes sus contemporáneos. El único punto sobre el cual estaban de acuerdo los amigos y los enemigos de la Revolución es que su influencia no se limitaría a Francia y que produciría cambios en todo el mundo.
La necesidad de mantener al ejército continental y el deseo de ampliar el imperio colonial habían dejado las cuentas fiscales de Luis XVI en la bancarrota. A esta desastrosa política fiscal se sumó el alza desmesurada del precio del pan, situación que afectó principalmente a los sectores más desfavorecidos y populares de la población. Dos días antes del 14 de julio, el respetado ministro Necker, partidario de gravar con impuestos al clero y a la nobleza para poder salvar las finanzas públicas, fue destituido por el rey y sustituido por el reaccionario barón de Breteuil. Ante la letal combinación de inflación y hambruna, el Tercer Estado, un grupo heterogéneo dominados unos por el hambre, otros por los impuestos y todos hartos de la política indolente de los sucesivos luises, interpretó el nombramiento como una provocación y llevaron a cabo una serie de acciones con el objeto de obtener armas con las que preparar la defensa ante una posible represión, de las cuales la Toma de La Bastilla -la gran fortaleza y temida prisión del suburbio de Saint-Antoine de París-,no fue la única, pero sí la más significativa.
El objetivo principal de los llamados durante doscientos años gentuza sin nombre, canalla o simplemente El Pueblo, no era liberar a los dos lunáticos, cuatro falsificadores y un delincuente aristocrático que allí se encontraban recluidos, sino proveerse de armas y pólvora con la que ejercer la violencia por iniciativa propia. Con la intención de disuadir a los cientos de parisinos que se concentraban alrededor de la prisión, los ochenta inválidos y treinta suizos que defendían la fortaleza disparaban a discreción contra la turba, hasta que dos pelotones de infantería y algunos burgueses con cinco cañones de artillería se sumaron a los revolucionarios. Quizás demasiado tarde para el gobernador de La Bastilla, Jordan de Launay, que tras ceder a las exigencias del pueblo y entregar la plaza, fue repetidamente acuchichado y apedreado por la multitud mientras era trasladado al Hotel de Ville para ser juzgado. Un animoso parisino terminó decapitándolo y su cabeza, clavada en una pica, paseada por las calles en medio del éxtasis que proporciona la violencia y en una intimidante exhibición del poder recién conquistado.
Es posible que en 1773 los colonos que lanzaron el té a las aguas del puerto de Boston no sospecharan de la trascendencia de un acto reivindicativo tan fútil. Probablemente, tampoco los parisinos que se arrojaron contra la Bastilla 19 años después para arrasar el odiado símbolo del poder absoluto y feudal fueran conscientes de que habían cambiado la Historia. Sólo probablemente, porque Claude Cholat estaba en la multitud de cerca de novecientos ciudadanos que llegaron a la Bastilla en ese día y es uno de los veintiún comerciantes de vino en la lista oficial de sus conquistadores, además del intencionado pintor del gouache que ilustra estas Galeras Reales.