Según nos cuenta Jung Chang, en la primavera de 1852, en una de las selecciones que se hacían en toda la nación en busca de consortes imperiales, una niña de 16 años llamó la atención del emperador Qing, que la escogió como concubina. Pese a proceder de uno de los linajes manchúes más antiguos e ilustres, en el registro se la inscribió como la mujer de la familia Nala pues los nombres femeninos eran demasiado insignificantes para ser anotados. Diez años después, esa niña había logrado abrirse camino hasta gobernar como regente de su hijo de cinco años, y durante decenios hasta su muerte, en 1908, tendría en sus manos el destino de casi un tercio de la población mundial. Era la emperatriz viuda Cixí, un nombre honorífico que significa bondadosa y alegre para una niña cuyo nombre no conoceremos jamás.
Doscientos años antes, una rebelión campesina había derrocado al último emperador de la dinastía Ming, que terminó por ahorcarse de un árbol en el jardín de su palacio. Después de atravesar la Gran Muralla, los manchúes sometieron a los rebeldes y fundaron la dinastía Qing. Mucho menos numerosos que los conquistados, los manchúes impusieron a los hombres su característica larga cola de caballo y prohibieron los matrimonios mixtos. Poco más porque, como antes los mongoles Ming, los Qing tomaron muchos elementos de la confuciana cultura han para poder gobernar un imperio tan extenso, con lo que la continuidad de la civilización china quedaba garantizada. Así se inauguró una nueva época de esplendor en la milenaria historia china.
A principios del siglo XIX, sin embargo, aparecieron síntomas inquietantes. La mayoría de los problemas del gobierno venían de la corrupción en todos los niveles de la burocracia y de un notable incremento demográfico que comenzaba a ejercer una presión insostenible sobre la tierra. A estas complicaciones se le sumó una nueva amenaza, la de un Imperio Británico en expansión que demandaba privilegios comerciales para equilibrar el déficit comercial resultado de la demanda británica de té y de la negativa del gobierno chino de abrir su mercado a los productos extranjeros. Como el opio, potente narcótico que provocó dos guerras que se saldaron con victoria británica y dos tratados desiguales. Desde las Guerras del Opio -del que se decía que producía excitación sexual aún después de la muerte- otros bárbaros de occidente intentaron aprovecharse de la debilidad de China, que fue perdiendo su soberanía al tiempo que perdía el papel central que ocupaba en Asia desde hacía dos milenios.
En la década de los 60, el circulo de Cixí comenzó a pensar que la debilidad de China residía en su tradicional pobreza y que solo podría salir de ella mediante reformas a la occidental. Cixí ordenó instalar el telégrafo, decretó el comienzo de la moderna minería del carbón y con el carbón llegó la electricidad. También sustituyó la obsoleta divisa, los lingotes de plata, por monedas acuñadas. Más tarde, introdujo en el hermético sistema educativo asignaturas como economía y actualidad, comenzó a enviar estudiantes al extranjero e introdujo métodos agrarios, comerciales y tecnológicos modernos. Pero una nueva guerra, y una nueva derrota, esta vez contra Japón, acabaron con todo aquello. Las potencias occidentales que habían ayudado con créditos y hombres a cambio de importantes concesiones, como el arrendamiento de diversos territorios, comenzaron a reclamarlos.
Hartos de las constantes humillaciones que los extranjeros les infligían, en 1900 la locura del reparto terminó provocando el descontento de los Yihetuan, la Sociedad de los Puños Justos y Armoniosos, conocidos por la prensa extranjera como Bóxers porque venía de Shandong, famosa por la afición de su población a un arte marcial parecida al boxeo. El grupo culpaba a los extranjeros –y por extensión a todos los cristianos- de todos los males del país y las dificultades de sus vidas. Pronto llegarían a Pekín, donde empezaron a quemar iglesias y propiedades entre los vítores de una muchedumbre entusiasta. Junto a los edictos imperiales con su prohibición, se exhibían, desafiantes, los carteles de los propios bóxers, con llamamientos a matar a todos los extranjeros en tres meses.
El día 20 de junio hacia las 10 de la mañana, el embajador von Ketteler fue asesinado mientras se dirigía hacia la oficina de asuntos exteriores del gobierno chino. Hombres furiosos, ceñidos con fajines rojos y armados con espadas, lanzas, cuchillos y palos se agolparon ante el barrio de las legaciones y lo sitiaron. Dentro quedaron refugiados 473 civiles extranjeros y miles de cristianos chinos, junto con 400 guardias militares y los once embajadores con el de España a la cabeza, Bernardo Cologán, el decano del cuerpo diplomático por ser el representante extranjero con mayor antigüedad. Acababan de comenzar los 55 días en Pekín.