El caso de Maria Margarethe Winckelmann (1670-1720), señora de Kirch, es el caso paradigmático de discriminación escandalosa de la mujer en el mundo de la ciencia. No solamente su marido, Gottfried Kirch, astrónomo real y director del Observatorio Astronómico de Berlín, se atribuyó uno de sus descubrimientos, hecho que él solamente reveló cuando ya había recibido los honores y nombramientos que aseguraran su éxito. También se tuvo que enfrentar a la Academia de Ciencias de Berlín cuando, al fallecer su marido y sin candidato tan preparado como ella, se le denegó la dirección del Observatorio Astronómico de Berlín.
De nada valieron sus argumentos explicando que ella misma se había ocupado de todos los cálculos, almanaques y publicaciones mientras Gottfried, treinta años mayor que ella, estuvo enfermo. Ni se conmovieron cuando reconoció que la dejaban viuda con tres hijos propios y muchos más del primer matrimonio de su marido y sin ningún ingreso. Tampoco hicieron caso del mismísimo presidente de la Real Academia de Ciencias, Gottfried Leibniz, quien apreciaba el talento científico de Maria Margarethe y de otras muchas mujeres que asistían en los laboratorios científicos pero a las que les estaba vetado estudiar o acceder a las Academias científicas. Leibniz no tenía reparos en reconocer en público y en privado que Maria Winckelmann era mucho mejor observadora que muchos astrónomos que recibían becas para sus experimentos y viajes.
Su acceso a la astronomía se lo debía a su padre, ministro luterano, granjero y muy aficionado a las estrellas. Él le enseñó todo. Al morir tempranamente su padre, Maria fue instruida por su tío y después por el astrónomo Arnold. La astronomía era, por aquel entonces, un oficio más que una ciencia. Era necesario saber de lentes, observar, apuntar, manejar los aparatos, llevar el laboratorio, mantener listo el material, ser sistemático. Y una sola persona era insuficiente. Así que, en los albores del siglo XVII, era normal enseñar a la esposa o a la hija como el zapatero o el sastre hacían. Tanto es así que existía un gremio de astrónomos. De manera que no era excepcional que hubiera mujeres astrónomas y en la Alemania de nuestra protagonista había varias. Pero ella tenía un talento especial. No se limitaba a observar y apuntar, deducía, descubría, planteaba hipótesis y era muy buena calculando.
El éxito de Kirch en la venta de calendarios y almanaques era, en gran parte, fruto del trabajo de su mujer. Este tema no era cualquier cosa. Cada gran Academia de Ciencias tenía su calendario oficial, y su rigor y perfección proporcionaban prestigio e ingresos a la institución que los vendía. La Academia concedía el monopolio de la elaboración del calendario oficial, y Kirch lo tuvo desde que fue nombrado director. Pero antes, cuando no encontraba puesto de trabajo, sobrevivió gracias a los almanaques y calendarios judíos, musulmanes, gregorianos, etc. que realizaba para cortes reales menos ricas, y era muy famoso entre los agricultores, pescadores, etc. ya que incluía las fases de la luna, los eclipses y muchos datos más que enriquecían el resultado pero implicaban un trabajo silencioso enorme. Kirch nunca lo habría logrado sin ella.
A la larga, ganó la batalla Maria Wincklemann. Porque tras la muerte del sucesor de Kirch, su hijo Christfried fue nombrado director del observatorio, y ella, junto a sus dos hijas, a quienes contagió del amor por los astros, fueron sus asistentes.
Cuando no basta la autoridad de Leibniz, la enseñanza amorosa de un padre, el trabajo de toda una vida, el ejemplo a las nuevas generaciones ayuda a compensar el efecto en el futuro. La injusticia que padeció Maria Margarethe Wincklemann, señora de Kirch hace apenas cuatro siglos, sirvió, sin duda, y debería servir hoy todavía, para enrojecer a quienes ponen por delante prejuicios sociales de todo tipo, empequeñeciendo a la especie humana. Y para que los demás pongamos cuidado en el ejemplo, para engrandecerla.