George Berkeley (1685-1753), obispo de Cloyne, es reconocido en nuestros tiempos como un importante filósofo irlandés que se dedicó, en concreto, a la filosofía de la ciencia. La visión sesgada que tenemos quienes vemos la carrera desde el punto de llegada nos podemos sentir irritados al leer cuáles fueron las posiciones defendidas por Berkeley en las diferentes polémicas en las que intervino. Fueron varias y de lo más variopintas y aunque es maravilloso que se cuestionen los fundamentos para afianzar las ciencias, el pobre Berkeley no estaba siempre en el bando de los ganadores.
En teoría de la visión tenía una particular idea acerca del concepto de profundidad del campo de visión, asociada según él, a la percepción táctil. El tema era la visibilidad del espacio y Berkeley trataba de desmontar el materialismo reinante a principios del XVIII. Era una cuestión que afectaría a la perspectiva en pintura, además de estar relacionado con los avances en Óptica.
Su polémica más dramática fue la referida a los infinitesimales en teoría del cálculo diferencial e integral. Digamos que Newton y Berkeley veían el mundo de manera muy diferente. Berkeley ya había expresado su reticencia respecto a ese concepto tan extraño llamado gravedad que en 1704 Newton explicaba en su obra Opticks basándose en la densidad del éter que rodea los cuerpos. Así que no era la primera vez que cuestionaba a Newton cuando argumentó en contra del concepto “infinitesimal” desde un punto de vista de la lógica de la argumentación, pues creía que Newton caía en la falacia de los supuestos pero también desde un punto de vista de la metafísica, y es ahí donde no daba validez a la existencia de momentos, fluxiones e infinitésimos. Los estudiantes de bachillerato asumen el cálculo diferencial e integral sin plantearse estas cosas. Una pena.
Pero a pesar de la profundidad de sus críticas independientemente de si acertó o no, de que era una figura muy prominente, la obra que más popular le hizo, la que vendió más ejemplares que todas sus otras obras juntas fue la que analizaba los beneficios del agua de alquitrán publicada casi al final de sus días. El alquitrán ya se usaba para taponar heridas y desinfectar objetos al ser calentado a altas temperaturas. Pero esto era diferente. Berkeley proponía el uso del agua de alquitrán como panacea de todos los males. Y su libro fue un best-seller. Es verdad que era una época en la que el hambre y las enfermedades en Irlanda y la falta de médicos le llevaron a buscar y aplicar remedios, y al parecer acertó. Sin embargo, como no podía ser menos, Berkeley iba más allá y, comenzando por las virtudes del agua de alquitrán, tiraba por tierra el sensualismo, el materialismo y terminaba elucubrando sobre la Trinidad.
Imagino al viejo obispo pasmado por el éxito del alquitrán frente a sus jugosas discusiones con científicos de máximo nivel acerca de cuestiones científicas mucho más elevadas. La explicación es la misma que justifica que no triunfen los documentales científicos frente a los secretos de belleza. Cosas del ser humano.