Ciencia Humana

Enheduanna: la sacerdotisa de los cielos

Ella es la primera persona, hombre o mujer, cuya autoría de un libro es reconocida.

La curiosidad del ser humano por el firmamento y sus misterios nace, probablemente, con el mismo ser humano. Carecían de método científico, instrumentos, conocimiento previo, pero la curiosidad seguro que era la misma que la del científico actual, apasionado tratando de desentrañar un enigma, de contestar una pregunta no respondida.

En el año 3000 antes de Cristo ya existían personas con nuestra sangre, nuestros huesos, nuestros defectos y nuestras inseguridades, que miraban con pasmo la desaparición del sol en el horizonte, o se preguntaban por la disposición de las estrellas en la bóveda celeste.

Una de ellas fue Enheduanna, hija del primer emperador conocido, Sargón el Grande, de Akkad, que vivió alrededor del año 2350 a C. Ella es la primera persona, hombre o mujer, cuya autoría de un libro es reconocida. Poetisa, gran sacerdotisa en el templo de Ur y líder político, nos muestra cómo se mezclaban saberes, creencias, intereses políticos, militares y arte en un solo cuerpo. No era extraño en esta época que el cabecilla político fuera, además, sacerdote. No era extraño que un rey fuera poeta. Pero todo junto y en la persona de una mujer, no era habitual.

Su sacerdocio estaba consagrado precisamente al dios An, el dios del cielo, aunque a veces se le identifica como el dios Luna. Pero ella dedicó gran parte de sus versos a Inana, más tarde identificada como Ishtar, la reina de los cielos. Sus principales obras son: “La diosa del gran corazón”, “La exaltadora de Inana” y “La diosa de los temibles poderes” y estás traducidas al inglés, un trabajo que ha llevado muchos años a los equipos de investigación lingüística que le han dedicado su tiempo y esfuerzo.  A ellos hay que sumar sus himnos, porque Enheduanna se hizo cargo de sus deberes políticos y de su sacerdocio enviando a los cuarenta y tres templos que dependían de ella un himno explicando teología.

Hay que pensar que las deidades sumerias eran seres astrales: las luces cósmicas, el sol, la luna, la mañana radiante y la estrella del atardecer. Los sumerios de esta época estudiaban el firmamento midiendo la duración de los días durante el año solar, y ya empleaban las matemáticas en esta tarea. Posteriormente, hacia el año 1500 a. C. ya inventaron un rudimento de astrolabio y desarrollaron una astronomía mucho más sofisticada.

El templo de Inana, lleno de joyas, albergaba el axis mundi, el eje del mundo a partir del cual se inician las rotaciones celestes. Inana, la diosa, era la encargada de abrir ese eje cada mañana en su templo, un punto nodal del cosmos. Ella es el epítome del deseo, la energía, la fuerza que anima la creación y alimenta los procesos celestes.

Los trabajos de Enheduana han sido estudiados desde la psicología jungiana porque, al parecer, en sus versos pretendía educar a la población, no mediante el adoctrinamiento directo sino modificando los arquetipos de la sociedad, esos modelos reflejados en el conjunto de deidades astrales. De esta manera, aseguran los expertos, la población modificaba su mentalidad y comportamiento por propia iniciativa.

En sus versos, Enheduanna habla de Inana como diosa de la fertilidad, del poder femenino, de la fuerza de la naturaleza capaz de parir los fenómenos celestes que constituyen el motor del mundo. Había un toque de carnalidad en las explicaciones de la sacerdotisa cuando desde sus versos explicaba la historia de Inana, poseída, sometida, rebelándose, triunfando y sometiendo el universo entero a su enorme influencia.

Durante cuarenta años, la sacerdotisa Enheduanna lideró a su gente. Fue víctima de un golpe de estado y del exilio aunque de breve duración. Su recuerdo permaneció vivo en su pueblo durante mucho tiempo.

Hay que decir que no todo el mundo comparte la extendida idea de que fuera astrónoma, porque los atributos que se le asocian en los escritos cuneiformes sumerios, enti (sacerdotisa) y zirru (similar a juez), no indican que se dedicara a ello. Sin embargo, por su tarea precisamente como sacerdotisa y difusora de la religión astral de su pueblo, tal vez haya que ser generosos con ella y no aplicarle el rigor académico occidental para situarla dentro o fuera de los “elegidos”. Por más que nos escueza el orgullo de nuestro yo civilizado, es bueno reconocer que esa inmensa curiosidad científica de nuestros antepasados fue suplida con respuestas insuficientes, inadecuadas, mágicas y equivocadas. Aquellos pasos nos trajeron hasta las encrucijadas presentes.

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