Posiblemente, la primera música que el oído humano escuchó fue el sonido de su propia voz. Scott de Martinville (1817-1879) vivió con la obsesión de registrarla de la misma forma que la figura se retrataba en una fotografía. Y lo consiguió en 1860. Era una canción cantada por él, la popular Au Clair de la Lune que todos los niños franceses han cantado alguna vez.
Scott de Martinville no era un ingeniero de sonido, ni siquiera había pasado por la universidad. Era tipógrafo y, sobre todo, librero. Un librero curioso que conocía todas las invenciones que inundaban la Francia de mitad del siglo XIX. Recién industrializada, Francia contaba con grandes ingenieros e inventores que publicaban sin parar los avances realizados. Y ahí estaba Édouard-Léon devorando los libros y estudiando por su cuenta los secretos de la estenografía. Procedía de una familia escocesa que se había asentado en Francia en el siglo XVI. Su padre, noble de origen, era el barón de Balvery, caballero de San Luis, capitán de dragones y comandante del departamento de Saône-et-Loire. Pero Édouard-Léon, el menor de la familia habido en un segundo matrimonio, en lugar de seguir la tradición o estudiar formalmente se decidió por aprender un oficio. Un oficio que le enseñó a desarrollar su talento y hacer realidad su sueño.
En 1854, con 37 años de edad, y después de estudiar la anatomía de la audición en uno de los libros que estaba corrigiendo para imprimir, se planteó si no sería posible obtener con el sonido los mismos resultados que se habían conseguido con la luz, de manera que se pudiera ...dejar una huella imperecedera de las melodías fugitivas que la memoria no puede encontrar cuando las busca.
Sustituyendo el tímpano por una membrana encajada en un pabellón fabricado con cornamenta que recogía el sonido y la cadena de huesecillos por una serie de palancas, Martinville dispuso un estilete que presionaba con mayor o menor intensidad sobre una superficie de papel, de madera o de vidrio oscurecidos por un pigmento de carbón. El 26 de enero de 1857 entregó su diseño en un sobre sellado a la Academia Francesa. Dos meses después le concedían la patente.
Entonces creó una sociedad junto con fabricantes de instrumentos musicales como Rudolph Koenig, y consiguió vender su fonoautógrafo a médicos especialistas renombrados de la época que estudiaban los sonidos.
Ayudado de técnicos y expertos en los materiales precisos para lograr su cometido, consiguió registrar su propia voz en 1860. Inmediatamente depositó el registro en la Academia de Ciencias de Francia. Curiosamente, a pesar de tanta diligencia práctica, sus registros se perdieron y durante casi un siglo se pensó que la primera grabación de la voz humana se debe a Edison, en 1877. Tan recientemente como en el año 2006 se descubrieron esos primeros registros que Scott de Martinville depositara.
Un paseo por Google nos muestra que, tal y como él pretendía, una voz entonando una balada, es imperecedera y llega a todos los rincones de la Tierra. La suya.