En 1992, trescientos cincuenta años después del juicio contra Galileo, el papa Juan Pablo II pidió perdón por los sufrimientos del astrónomo Galileo Galilei.
Pero si se puede decir algo de la ortodoxia religiosa de la vida de este científico, es que pecó más contra la Iglesia Católica por no casarse con la madre de sus tres hijos que por sus teorías heliocéntricas. Efectivamente, nunca se casó con Marina Gamba, con quien tuvo tres hijos: Virginia, Livia y Vincenzo.
Pero casi más que Marina, o que su madre, Giulia, la mujer que le prestó apoyo moral a lo largo de su existencia fue su hija mayor, Virginia. Ella, junto con su hermana Livia, un año menor, ingresaría en el convento de clarisas de san Matteo a la edad de trece años. De ellas, solamente Virginia mantuvo una relación epistolar permanente, íntima y amorosa con su padre. A pesar de la imagen de díscolo frente a la autoridad de la Iglesia que la historia ha ofrecido de Galileo, su hija mayor representa mejor que nada la comunión entre las facetas científica y piadosa, la fé y la razón, del controvertido astrónomo. Al entrar en el convento, cambió su nombre y se puso sor Celeste en honor a su padre y la pasión de éste por desentrañar los secretos del firmamento.
Sor Celeste, inteligente, prudente y siempre pendiente de la mala salud de su padre, murió de disentería a los 33 años. Su padre nunca lo superó.
Galileo, además de dos hijas clarisas, tuvo un nieto misionero llamado Cosme en honor a Cosme III, protector del científico, dos bisnietas monjas y al menos tres sobrinos que tomaron hábitos.
Lectura recomendada: La Hija de Galileo, Dava Sobel, Ed. Debate