Barbara McClintock (1903-1992) no fue la primera mujer que recibió el Premio Nobel de Fisiología en solitario pero sí una de las que más tuvo que esperar, hasta 1983. Era genetista, en una época en la que el estudio de los genes estaba en plena efervescencia y en un país en el que el desarrollo de la ciencia era el modelo a seguir. Pero Barbara McClintock también es la muestra de que no hace tanto tiempo, los avances desvelados por mujeres en el campo de la ciencia eran difícilmente aceptados. Nada nuevo. En el siglo XIX era más complicado todavía. Lo sorprendente es la manera en la que esta mujer afrontó las críticas, el desprecio y, sobre todo, los treinta años de silencio indiferente ante su trabajo.
No era una niña femenina y sociable. Tanto que, aunque aunque al nacer la llamaron Eleanor, le cambiaron el nombre por Barbara, menos "delicado" y más cercano a su personalidad. Ella tenía clara su vocación científica y su deseo de estudiar en la universidad. No era lo que su madre esperaba de ella porque le parecía que no era propio de una joven casadera. Pero su padre fue su valedor, y se graduó primero y doctoró después en Botánica en Cornell University (Ithaca). Su investigación se centró en la genética y la citología del maíz, simplemente porque era en la Escuela de Agricultura el único ámbito donde se permitía la investigación a las mujeres en Cornell. Así que se dedicó a estudiar la reproducción celular y la replicación genética de las variedades de ese cereal. Sus primeras publicaciones ya marcaron la diferencia respecto a lo que sus colegas del resto del mundo hacían. Su principal avance fue descubrir lo que se llaman popularmente los genes "saltadores", llamados así porque se trasponen en su replicación generando mutaciones. Las células pueden responder a presiones ambientales mediante una reestructuración de su genoma. Las consecuencias de este descubrimiento explican, por ejemplo, que los virus muten haciéndose resistentes a los antibióticos, y que las plantas desarrollen diferentes variedades ante fuertes y persistentes cambios del entorno.
Pero su idea de la trasposición genética fue muy mal recibido por sus colegas que primero la tacharon de loca, cuando se fue demostrando su teoría trataron de minimizar su impacto y que, finalmente, mantuvieron un estruendoso silencio durante muchos años. Mientras tanto, Barbara fue profesora en la Universidad, primero de Cornell y después de Missouri, y cuando se dio cuenta de que no iba a poder progresar más por cuestiones ajenas a su valía, se fue.
Encontró un lugar donde seguir investigando en plena década de los 30 en el grupo de genetistas de Cold Spring Harbor.
Allí quedó patente que McClintock había identificado los elementos genéticos que esos biólogos moleculares estaban descubriendo en formas de vida más simples veinte años antes. Los científicos que habían sido escépticos con sus descubrimientos tuvieron ahora que admitir que el dogma central del ADN ya no estaba fijado inmutablemente. Sin embargo, no obtuvo el reconocimiento de la academia americana.
Pero en los años 50, los genetistas franceses Monod y Jacob llegaron a conclusiones similares a Mc Clintock y sus compañeros americanos se dieron cuenta de lo que tenían en casa. Habían pasado treinta años prácticamente desde que ella empezara a publicar sus teorías.
Todavía en el año 1973 ella escribía a un colega:
"Hace mucho dejé de publicar informes detallados de mi investigación cuando me di cuenta del alcance del desinterés y falta de confianza [de mis colegas] respecto a las conclusiones a las que llegaba en mis estudios". No se empeñó en convencer a nadie, simplemente siguió investigando en aquellas ramas menos cuestionadas, donde le iban a dejar más tranquila y en las que no se iba a encontrar con el muro de la incomprensión y el aislamiento. Los avances de Monod y Jacob derribaron esa resistencia.
En el último cuarto de su vida recibió medallas y honores y en 1983 le fue concedido el Premio Nobel.
La historia de esta mujer nos hace preguntarnos por el alcance de los prejuicios. Cómo, independientemente de que las leyes superen la discriminación, el camino por recorrer es aún difícil, según en qué ámbitos. Y cómo es el tesón y la fe en uno mismo, sin dejar arredrarse por las mentes capturadas por esos prejuicios, lo que abre la senda de la libertad.