Aimé-Jacques-Alexandre Goujaud-Bonpland (1773-1858), conocido como Aimé Bonpland simplemente, nació en La Rochelle, en el momento más complicado de la historia reciente francesa. Hijo y hermano de médico, él también estudió medicina. Se enroló en la armada y llegó a ser cirujano ayudante. Así, sirvió al ejército curando soldados y, al acabar su capítulo militar, volvió a París, se doctoró y se dedicó a su pasión: la botánica.
Pero en aquella época, cuando las ciencias aún no se habían desgajado en mil y un saberes, un botánico tenía que ser, además, un viajero, un observador, un marinero, y un hombre de contactos. Él tenía todo. El azar quiso que Bonpland, que estudió bajo la supervisión de los mejores científicos franceses del momento, cuando la ciencia en Francia estaba en lo más alto de Europa, conociera al alemán Alexander von Humboldt, con quien entabló una amistad que duraría toda la vida, y que también fue su compañero en una de las expediciones americanas más interesantes del siglo XIX.
Convencidos de que era necesaria una expedición que se uniera a los científicos bonapartistas en Egipto, con el objetivo de estudiar la flora de Oriente, Humboldt y Bonpland consiguieron financiación e instrumental y trataron de encontrar un barco para cruzar el Mediterráneo. En Francia fue imposible. Así que caminaron hasta España. Pero en la costa no les resultó nada fácil encontrar un transporte. De manera que, tratando de buscar apoyo de sus amigos, Madrid donde conocieron a Carlos IV. Efectivamente, el rey de España les facilitó lo necesario para embarcarse a las Américas, es decir, la otra punta del destino planeado en principio. Nada les arredraba.
Entre 1799 y 1804, Humboldt y Bonpland viajaron juntos por España, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Cuba, México y los Estados Unidos. Aimé Bonpland llevó a Francia 6000 especies vegetales desconocidas en Europa. De vuelta a París en 1805, la mismísima Josefina le hizo director del jardín botánico de Malmaison. Ya era una celebridad en Europa. Y allí, en Malmaison, también fue Josefina quien le presentó a la que sería su mujer Adeline. Casada, con una hija de su matrimonio, Emma, Adeline y Aimé se enamoraron y, al morir Josefina y no poder esperar un divorcio que estaba prohibido entonces, se fueron a Argentina, a la zona de Corrientes, a vivir por su cuenta. Allí, Aimé aprendió a cultivar la hierba mate, que era silvestre, y muy demandada. Pero, en una de sus expediciones fue secuestrado por el tirano de Paraguay, el presidente Rodríguez Francia, cuando bordeaba la frontera. Paraguay tenía el monopolio de explotación y Bonpland lo había transgredido. Le retuvo diez años arrestado, no en una cárcel sino, para su fortuna, en una casa. Amigo de San Martín, Ribadavia, Bolivar y los revolucionarios, todos le ayudaron y propiciaron su liberación. Pero al acabar su encierro Aimé no buscó a Adeline y a Emma.
Ella, que había regresado a Francia, metió a su hija, que ya tenía 17 años, en un convento, y con las manos libres, volvió a Argentina para buscar a su amado. Adeline partió de Río, atravesó Brasil, el Mato Grosso, dobló el Cabo de Hornos, llegó a Lima y a La Paz. Recorrió Sudamérica entre 1821 y 1830.
Mientras Adeline le buscaba en lo que sería toda una aventura, Bonpland se enamoraba de María, hija de un cacique, con quien tendría dos hijos. Tras vivir en Paraguay y Brasil, Aimé terminó volviendo con María a su estancia en Corrientes, en el Paso de los Libres, lugar en el que murió, viudo y octogenario, cuidado por su hija Carmen.
Quien para Simón Bolivar fue el re-descubridor de las Américas, murió añorando volver a ver a su gran amigo Humboldt y su adorada Francia.
Muy famoso y reconocido en su época, hoy en día queda oculto bajo la sombra del gran científico alemán Alexander von Humboldt.
Menos recordada aún, Adeline apenas ha pasado a la historia por ser la primera mujer en doblar el Cabo de Hornos y de acometer semejante aventura. Ambos por amor. Uno a la ciencia. Ella a un hombre.