Ya pensé hace un tiempo que en Dublineses, de Joyce, una joya en sí mismo, había dos perlas que eran dignas de comentar de forma independiente al resto del libro. La primera fue hace un año – Duplicados – y la semana pasada ya dimos un buen repaso al libro casi de forma completa. Digo casi, porque faltaba la segunda perla, que no es otra que el relato final: Los muertos, al cual rendimos pleitesía hoy en estas líneas.
Cuando uno empieza a leer la descripción de la llegada de los invitados al baile anual de las Morkan, así como las conversaciones surgidas entre unos y otros, uno tiene la sensación de que todo está ocurriendo en la puerta de su propia casa. De no ser así, al menos parece que estuviera viendo una película, escuchando conversaciones, el roce y golpeo de los pies al sacudirse la nieve de los zapatos, las carreras de unos y otros por la casa; en definitiva, el ajetreo constante de una noche de fiesta en el Dublín de hace tantas décadas que incluso hay memorias que no pueden soportar tal vuelta atrás. Es tan real, que todo esto le ocurre a uno cuando comienza a leer Los muertos, de James Joyce.
Estamos dentro de las conversaciones y escuchamos, junto a los invitados al banquete, la música del piano y las voces femeninas que entonan las canciones que animan la velada. A la hora de trinchar el pavo, vemos, junto con el resto de invitados, cómo Gabriel lo hace con la misma maestría que lo ha hecho siempre. Pocas veces he leído una descripción de un plato de comida de una forma tan majestuosa como lo hace Joyce con el pavo. Se trata de un pequeño ejemplo de cómo las palabras de un escritor genial pueden transportarte al mismísimo entorno en el que ocurre todo. Y puedes verlo, tocarlo, oírlo… Es tan real que casi os podría asegurar que podía olerlo.
Todo es fiesta en casa de las Morkan. Los invitados cenan, se divierten, ríen, dejan asomar ciertos recuerdos, casi los mismos recuerdos de siempre, pero que a todos ellos les gusta rememorar de vez en cuando. Parece incluso que todos juntos forman un grupo en el que se sienten mucho mejor que si continuara su vida de forma independiente al resto. Hablan, como a Joyce le gusta, del idioma – irlandés – y de religión, temas permanentes en todos los relatos del genio irlandés. Todo es fiesta, hasta que deja de serlo.
Los invitados se marchan y desaparecen dejando su huella indeleble en la memoria a corto plazo del resto de asistentes a la fiesta. Todos se van, incluso Gabriel y Gretta, unos personajes que, a diferencia de lo que les ocurre a algunos escritores, Joyce maneja a su antojo, pues es su dueño y él hará con ellos lo que le venga en gana. En los muertos, los utiliza para dejarnos sin aliento y golpearnos con un contraste de situaciones que genera en nosotros esa actitud de quedarnos mirando el libro que tenemos entre las manos, recién terminado, pero sin dejar de fijar nuestros ojos en las últimas líneas, con la mirada perdida, como si lo único que importase en la vida fueran esas últimas líneas.