La semana pasada hablábamos de un genio de la poesía de vida efímera, que había hecho temblar los cimientos de nuestro minúsculo ser cuando los de nuestra generación aún contábamos con apenas 16 años; Gustavo Adolfo Bécquer. Pues resulta que, siendo poeta de los de masas – que pocos hay – también se dio a la prosa dejando entrever que su genialidad iba más allá de un simple ejercicio de juntar palabras en el orden preciso en forma de verso. En un solo volumen juntó toda su obra, una obra que tituló Rimas y Leyendas. Puesto que ya comentamos lo que nos cupo en unas líneas acerca de las rimas, hoy tomamos sus leyendas para dar un repaso a lo que bien podríamos denominar como modelo a seguir en cuanto al oficio de escritor se refiere. Y lo haré contando algo que nunca he contado aún con el riesgo de que no me creáis.
Juraría que no lo soñé, casi podría asegurar que conocí a Bécquer un mes de mayo, en el bar Rodri, junto a mi colegio. Era por la tarde y no hacía mucho calor, algo impropio de esa época. Venía disfrazado de policía, pero el bigote y la perilla le delataron. Se sentó junto a mí, con un botellín en la mano y me contó que una vez hubo en Asia un hombre al que llamaban El caudillo de las manos rojas, el cual vivió una trágica historia de amor por el que tuvo que pasar numerosas pruebas a cual más dura. Atónito me quedé escuchando y más atónito aún cuando descubrí que al hablar de Maese Pérez, el organista, lo reconocí recordando que ya había leído la historia del tal Pérez y ese órgano que sonaba sin que nadie pulsara sus teclas. Botellín tras botellín su voz me iba embrujando. Había leído las leyendas de Bécquer, pero nunca sospeché que un día fuera a escuchárselas contar a él mismo de viva voz. Continuó hablando del embrujo de unos Ojos verdes sin dueña, que se reflejaban en el agua, de delitos cometidos por amor, como el de un hombre que robó La ajorca de oro que pertenecía a la virgen de una catedral para regalársela a su amada, pagando terribles consecuencias por ello. Consecuencias parecidas a las que tuvieron que pagar aquellos que osaron jugar con el diablo en Bellver, según cuenta la leyenda de La cruz del diablo… Los botellines empezaban a pesar.
Otro botellín y otra leyenda; El Cristo de la calavera, La corza blanca, La rosa de pasión,… El policía Bécquer tenía necesidad de contarlo a alguien porque sabía de buena tinta que nadie le reconocería su genialidad hasta después de muerto. Así fue, sí. Tanto diablo, ánimas y misterios harían mella en él y lo sabía. Y hablando de ánimas y mellas, caló en mi especialmente la leyenda de El monte de las ánimas, el cual – aseguraba mi aparición de Bécquer - existe en Soria y no voy a ser yo el que vaya por allí una noche de Todos los Santos, que siempre he tenido mucho respeto a los guerreros templarios, que parece ser que vagan por allí esa noche.
En un despiste intentó hablarme de poesía, pero hábilmente redirigí la conversación puesto que ese tema estaba ya zanjado y se lo demostré enseñándole una reseña de sus poemas en loff.it, una revista digital que todos deberían leer de vez en cuando. Parece que con esa prueba se dio por satisfecho y prosiguió con sus leyendas. Imaginaos la escena cuando de repente gritó: ¡Es raro! Y a fe que lo era, mas ese grito no significaba más que el título de otra de sus leyendas – esta no la había leído -. De esta nueva historia sólo podría contaros que es no apta para personas con propensión a la tristeza, que más vale que os la saltéis si no queréis pasar un auténtico mal rato. Mira que era trágico este Bécquer. Anduvimos así, entre botellines, reviviendo drama tras drama; La promesa, El beso, La cueva de la mora, El gnomo o El miserere.
Unas horas después fue cuando realmente comprendí todo. El maestro Bécquer volvía de nuevo a La venta de los gatos en Sevilla – o eso era lo que él creía que era el bar Rodri -. Evidentemente se había equivocado, pero lejos de sacarle de su error, le empujé a que terminara la última historia, la de la venta de los gatos, a la cual volvía cada 10 años y, al no dar nunca con ella, se metía en un bar cualquiera y perdía la razón.
Se fue por donde había venido y aún yo no sé si lo soñé o fue real. No todos los días se te aparece el espíritu de Bécquer y menos aún para contarte él mismo sus leyendas. Apuré el último botellín y miré sobre la mesa en la que se hallaba la gorra de policía que Bécquer había olvidado. Tal fue mi asombro que me quedé como la mujer de la última leyenda; una leyenda que no llegó a contarme, pero que sí he leído: La mujer de piedra.