Decir Sorolla es decir luz. Sus cuadros más conocidos rememoran velas de barcos, damas vestidas de blanco paseando por la arena, niños desnudos corriendo y jugando en el agua del Mediterráneo. Sorolla es luz reverberante y paisajes de su Valencia natal.
Fue un hombre de éxito a una edad muy joven. Antes de los treinta ya había recibido su primer premio. Fue reconocido dentro y fuera de España. Y trabajó muchos estilos: paisajes, temas sociales, luces y sombras, retratos y la magnífica serie de catorce enormes murales para la Hispanic Society de Nueva York.
Dentro de sus trabajos de denuncia social se encuadra el que he elegido este mes: Triste herencia, pintado en 1899. Fue el último cuadro pintado por Sorolla en ese siglo, fue premiado en la Exposición Universal de París de 1900, obtuvo la medalla de honor del certamen nacional de Bellas Artes en 1901 y supuso la consagración internacional definitiva para el pintor. Sin embargo, el cuadro fue muy criticado en España. El parlamento no aprobó su compra, propuesta por los liberales y rechazada por la derecha. Acabó en manos privadas en Estados Unidos hasta que, a finales del siglo XX, ha sido recuperado y traído a nuestro país.
El mar, más oscuro que los que solía pintar Sorolla, ocupa casi todo el fondo del cuadro. Sobre él, una pandilla de niños, simplemente esbozados, sin rostros reconocibles, se baña en el agua. Sus cuerpos asimétricos, lisiados, infantiles, buscan la recuperación que el yodo y el aire marino proporcionan. Un religioso de la orden de San Juan de Dios ayuda a uno de los niños que, apoyándose en una rústica muleta, aparece en primer término. El hábito oscuro que solamente deja ver la cara y las manos del religioso contrasta con la claridad de los niños. Son niños de la inclusa, enfermos y abandonados por sus padres, que tratan de recuperar la alegría y la salud.
Es una triste estampa magníficamente retratada por Joaquín Sorolla, el pintor de la luz, en un lienzo de más de dos metros de alto y unos dos y medio de largo. Pero lo que me paralizó cuando lo vi, en la exposición que el Museo del Prado organizó en el 2009, fue el título: Triste herencia. Se sabe que originalmente se iba a llamar Hijos del placer, pero Blasco Ibáñez, el escritor valenciano amigo del pintor, le convenció para cambiarlo. Ambos nombres hacen referencia al origen de las enfermedades de los críos que se bañan. No son solamente niños abandonados. Son hijos de mujeres de mal vivir, de padres enfermos por llevar una vida disoluta. Se trata de herederos inocentes de enfermedades venéreas o fruto de las drogas: tuberculosis y sífilis eran las estrellas de la época. Médicamente el cuadro no tiene mucho sentido, porque los bebés afectados de sífilis morían a los pocos días, y así fue hasta que se inventó la vacuna que rescataba a los recién nacidos de la muerte. Eso no sucedió hasta entrado el siglo XX. Quienes saben del tema afirman que se trata de niños con polio y enfermedades neurológicas degenerativas.
A finales del XIX, se puso de moda la corriente higienista y degeneracionista que consideraba que una moral descuidada y frívola tiene consecuencias perniciosas en la salud física. De ahí se deducía que una sociedad inmoral estaba condenada a desaparecer por debilitamiento de la especie. Se suponía que el pecado tenía, como merecida contrapartida, una enfermedad.
Sorolla, en este cuadro, plantea tres aspectos del problema. Primero, las tesis degeneracionistas en sí. La responsabilidad de la moral paterna en el sufrimiento injusto de los inocentes. ¿Deben pagar los hijos los pecados de los padres? ¿Es justo que así sea?
Segundo, el futuro de estos niños, en manos de la caridad de la Iglesia y, en menor grado, de la caridad privada. Un sólo religioso cuida a un nutrido grupo de críos enfermos que se bañan en la playa valenciana. La capacidad de atención y cuidado no podía ser suficiente por más que se esmerase.
Y tercero, la naturaleza, que unifica, equilibra. El mar, el sol, la luz... no distinguen el cuerpo que bañan, calientan a todos, sin intención, sanan, restauran el ánimo, actúan como bálsamo terapéutico de unos y otros, los niños y los mayores, abandonados o privilegiados, acoge a todos. Como la vida. Como la muerte.