Nació en 1848, un año en el que la mitad de Europa estaba revolucionada, y murió un 9 de mayo, 55 años después. Paul Gauguin está inevitablemente asociado en nuestras mentes a paisajes idílicos, exóticos, que desprenden una sensual calma, evocando una vida donde todo parece ser mucho más sencillo, donde las necesidades se reducen al mínimo. Un lugar al que muchos estaríamos dispuestos a viajar, bien por una temporada, bien definitivamente como el pintor francés.
Pero ese no era el caso de Mata Mua (que significa "Érase una vez..."). Cuando Gauguin llega a Tahití ya estaba de vuelta de todo. Ya había vivido en Panamá, dejando a su mujer y sus hijos en Copenhague, y se había chocado con la realidad. Su ideal exótico, al que se encaminó por una promesa de empleo de su cuñado, se había evaporado. Ya había regresado a Francia enfermo. Y tras vender los cuadros suficientes, había emprendido de nuevo el viaje, esa especie de destierro del alma, en el que nunca encontraría la paz.
Paul, el nieto de la feminista peruana Flora Tristán, antiguo agente de Bolsa, amigo y enemigo de Van Gogh, que amó a la mujer modelo, ya fuera su mujer danesa Mette-Sophie, su compañera javanesa Annah, su modelo tahitiana Tehura, o Pau'ura, madre de su hijo Émile, amó el ideal que nunca halló. Más bien al contrario, vivió la muerte de su hija Aline, nacida de su matrimonio, y de su hijo Émile, nacido en las Islas Marquesas. Él mismo enfermó gravemente varias veces de paludismo, de sífilis, disentería. Sobrevivió seis años a su intento de suicidio.
La mente supera a la realidad que nos tortura, la transforma en lugares habitables, en rincones inexistentes donde hallar lo que nunca tendremos. Y Gauguin creó maravillosos paisajes en los que las nativas que nunca encontró, adoran a la diosa de la luna, tocan música y bailan en una selva amable y acogedora. Es "el sitio de mi recreo", que todos tenemos escondido en un rincón de nuestra fantasía. En el mío hay mar.