Aníbal, el hijo del bravo Amílcar. El joven comandante de los ejércitos cartaginenses. Sin duda, ser instruido por un espartano fue de gran ayuda. El general de generales, rey de la estrategia y pionero de los servicios de inteligencia. No solamente despistó a los todopoderosos romanos atacando por tierra, aunque eso implicara cruzar los Pirineos y los Alpes. Además mandaba espías disfrazados de comerciantes para estudiar los puntos flacos de la personalidad de sus contrincantes y los aprovechaba, engañándoles.
¿Dónde está Aníbal en este soberbio cuadro? No está. Apenas se ve un rastro de su ejército. El resto ha sido engullido por una terrible tormenta de agua, viento y nieve.
No es casual que la obra fuera pintada y exhibida en 1812. Napoleón había tratado de llegar a Roma, como Aníbal, sin éxito. Y Turner, pintor inglés romántico y padre del impresionismo, expresaba el deseo de que ese fracaso indicara el fin también de los ejércitos napoleónicos.
Cuando se mostró al público, Turner insistió en que la tela, de casi metro y medio de largo y 1,35 de alto, se colocara más baja de lo normal para que el público se metiera en la escena. Tuve la oportunidad de verla en la exposición de Turner en el Museo del Prado. Impresiona. Es fácil ponerse en el pellejo de un soldado de Aníbal, probablemente tunecino, o tal vez murciano, atravesando con espanto los estrechos pasos de Los Alpes, y el terror que sentirían al verse sorprendidos por una tormenta como la que nos muestra el pintor inglés. Y aún así, Aníbal lo logró. Atravesó los Alpes, Liguria, la Toscana, y llegó a Roma, tuerto de un ojo por una infección, pero llegó. Amílcar Barca debía estar en el Olimpo de los guerreros, orgulloso de su hijo.
Y luego, ya sabemos... Roma volvió a ganar.
Recuerdo mirar el cuadro, dejarme llevar por el juego de luces y la espiral envolvente de viento y, casi, sentir el frío de los soldados que aparecen como seres insignificantes abajo a la izquierda, frente a la todopoderosa naturaleza desatada. A la derecha, el ejército no puede avanzar bajo la amenazadora tormenta de nieve a punto de desplomarse sobre ellos. Y, al fondo, insospechadamente, tras el aguacero, un débil sol parece observar la estampa sin poder hacer nada.
Por algo llamaron a J.M.William Turner "el maestro de la luz". Este cuadro es uno de las obligadas visitas para el que tenga la suerte de aterrizar por la Tate Gallery de Londres. Junto con sus paisajes marinos con barcos y armadas, era especialista en la expresión más soberbia y esplendorosa de la naturaleza. A medida que fue evolucionando su estudio de la luz le llevó hasta una abstracción poco entendida en su momento, hasta el punto que la Reina Victoria se negó a concederle la orden de caballero.
Pero nada era fruto de la demencia, como se le acusó, o de la debilidad. Turner se sentía muy atraído por las teorías de la luz y el color de Newton y Goethe y experimentaba, abriendo paso a las nuevas generaciones de pintores, muchos de los cuales, se inspiraron en esta última etapa.
Fue él quien dijo, cuando le acusaron de que en sus barcos no había ojos de buey, cuando él sabía que todos los barcos los tenían: "Yo no pinto lo que sé, pinto lo que veo".