“Incluso en La Arcadia, existo”. ¿De quién son los labios que pronuncian semejante reivindicación? Podría continuar: “Creeréis que me habéis barrido de la faz de la Tierra y de todos los lugares imaginables, pero, escuchadme… aún en la idílica Arcadia, paraíso bucólico, yo reino”. Sólo la muerte puede hablar así a los hombres. Esa es la interpretación que el pintor francés del siglo XVII, Nicolas Poussin, hace de la inevitabilidad del fin, del sometimiento del ser humano a su destino último.
Poussin nos propone una escena en la que unos pastores descubren una austera tumba en mitad del campo en la que reza la frase latina que da nombre al cuadro: Et in Arcadia, ego. Hay múltiples lecturas del cuadro. Poussin era uno de esos pintores que no daba puntada sin hilo. Esa característica suya le llevo a inventar, prácticamente, un nuevo género, el paisaje ideal que refleja la relación entre el hombre y la naturaleza en perfecta armonía. Uno de los pastores señala la inscripción con un dedo mientras que otro, el que está a su derecha, perfila la sombra del primero. Los estudiosos del clasicismo griego se remiten a Plinio el Viejo y su Historia Natural, quien en el libro XXXV, dedicado al arte, explica cómo se inventó el retrato. Cuando la hija de Butades el Siciono dibuja en la pared la sombra de su amado, presto para partir de viaje, de forma que la silueta de su sombra le permita recordarle, el padre decide repasar esas líneas con barro que luego cocería para obtener un retrato duradero del enamorado de su hija. La confrontación del arte y la muerte, de la capacidad humana para pervivir y escapar de la irreversibilidad de nuestra principal limitación, la finitud, aparece entonces ante nuestros ojos al mirar a los pastores que descubren la inscripción.
Pero más aún cuando comparamos las dos versiones del mismo cuadro que, con algo más de diez años de diferencia, pintó Nicolas Poussin. La composición de la segunda expresa, en su etapa madura, mucho mejor su estilo, mientras que en la primera, realizada nada más llegar a Roma con treinta años, se percibe cierta obsesión por mantenerse dentro del barroquismo del momento. La pastora de la primera aproximación mantiene una pose sensual, mientras que la bella mujer ricamente vestida y cuyo rostro parece una máscara de cera, evoca mucho más ese arte enfrentado a la condición mortal del hombre.
Hay que irse al Museo del Louvre para verlo, en concreto al ala Richelieu, cardenal que casi forzó a Poussin a vivir un par de años en Francia, con la excusa de algunos encargos. Pero Nicolas se había hecho a Roma, y no tardó en regresar a la Ciudad Eterna, donde murió.