El de las caras con flores y frutas. Así ha pasado a la historia del arte que se enseña en los colegios el pintor milanés Giuseppe Arcimboldo (1527-1593). El espectador se acerca un poco al cuadro y se aleja otro poco para comprobar cómo es que ese pimiento que en primer plano es un pimiento perfecto, se transforma, dos pasos más atrás, en una nariz perfecta, no necesariamente con forma de porra. Y esa flor de la cabeza… ¿cómo es posible que al cambiar la perspectiva ligeramente se transforme ante mis ojos en parte de una cabellera de mujer sin que pueda distinguir lo que hace dos segundos era flor?
El talento de Arcimboldo, más allá de la técnica pictórica en sí, consiste en que la perspectiva del espectador, sus idas y venidas de atrás hacia delante y de nuevo hacia atrás, forman parte de la obra.
En el cuadro escogido, “El cocinero”, juega además con los dobles significados, no ya de las palabras, sino de las imágenes, de forma que girando el cuadro, el espectador descubre una nueva representación. El bodegón puesto boca abajo es un señor o, como en este caso, al girar 90 grados el lienzo, el plato donde se sirve un lechón, un ave y otras viandas, magníficamente presentadas, se transforma en el autor del guiso, el cocinero. Un cocinero de aspecto siniestro, con una media sonrisa que asusta más que tranquiliza.
No dejó escrito qué razones le llevaron a realizar estos trabajosos cuadros, muchos de ellos dedicados a las cuatro estaciones y los cuatro elementos, donde el agua está formada por peces y la primavera por flores y frutos. Pero sí se sabe que trabajaba para emperadores: Fernando I de Bohemia, Maximiliano II y Rodolfo II de Prusia. No era un loco desconocido, sino un pintor de renombre que, además, se dedicaba a diseñar juegos, a plantear enigmas y a organizar exhibiciones de “rarezas naturales” en la misma corte imperial, en las que las mujeres barbudas y los enanos, mostraban su magnífica diferencia a la gente, al estilo de la película de 1932 “La Parada de los Monstruos”.
Porque para Arcimboldo y otros autores de la época, la monstruosidad era bella, diferente pero natural y, por tanto, admirable también. Los ojos de Arcimboldo, seguidos de lejos por mentes como la de Dalí, son aún, unos ojos vanguardistas, modernos, que nos enseñan a mirar sin prejuicios y a ver en un pescado mucho más que un pescado.