Érase una vez un hombre rodeado de muerte, rodeado de enfermedad y rodeado de mujeres. Érase una vez una mente y un alma torturadas y salvadas por su propio talento artístico. Érase una vez Edvard Munch.
Nacido en una granja en una aldea noruega, crecióa partir de su primer año de edad en Christiania, la actual Oslo. Su madre murió cuando él contaba apenas cinco años. Pero esa no fue la única desgracia que le tocó vivir, su hermana favorita, Sophie, con quien compartía amistad y aficiones artísticas, murió muy joven de tuberculosis. Esa enfermedad se llevaría a más miembros de su familia, como la tía que se ocupó de criar a los cinco hermanos. Otra de sus hermanas fue ingresada en un manicomio con una enfermedad mental. Murió su padre y otro hermano. Y Edvard no supo digerir tanta muerte y desgracia más que a través del arte.
Su cuadro más conocido, El Grito, es una muestra perfecta. Pero más allá de la ansiedad y la angustia, también vivió el amor, eso sí, de manera enfermiza, obsesiva y dolorosa, como no podía ser de otra manera.
En su serie El Friso de la Vida. Un Poema sobre la Vida, el Amor y la Muerte, muestra su percepción del amor y de la mujer. Se trata de una mujer en la que se recogen varias caras, que mezcla su dolor por la muerte de su madre (de quien apenas guardaba recuerdos), y de su hermana (que vivió de manera terrible) junto con la devoción que sintió por el amor de su vida, Tulla Larsen, una mujer liberada de clase alta, avanzada para su época, pero que quería casarse con Edvard. Munch, cuyos primeros ascendientes intelectuales fueron los intelectuales anarquistas noruegos, no se veía preparado para ello. Y tras idas, venidas, caídas y recaídas del pintor en los brazos del alcohol, ella terminó por casarse con un colega más joven, lo que sumió a Munch en un estado de desesperación brutal.
En el cuadro El Baile de la Vida, pintado en pleno romance, aparecen tres mujeres, todas ellas representaciones de Tulla.
A la luz de la luna, que deja una estela fálica sobre el mar, tan típica de Munch, vemos a lo lejos varias parejas enzarzadas en un apasionado baile. Y en primer término, bailan Edvard y Tulla, escoltados por una joven y una mujer madura. La joven, vestida de blanco con flores, representa la ingenuidad del comienzo del enamoramiento. La mujer mayor, de riguroso negro, representa la decepción del final del romance. Y en medio, Tulla envuelve a Edvard con su encanto, y hasta con su vestido, mostrando la completa entrega del pintor a su amada.
Eso era la vida para Munch: entrega y decepción, abandono irremediable por las mujeres de su vida: su madre, su hermana, su amada Tulla.
Nos dejó una ingente obra en la que expresó sus sentimientos más profundos como pocos creadores. Hay un trozo de humanidad en cada uno de sus trazos.