Desde que entrara de aprendiz en la escuela de pintura de José Luzán con trece años, Francisco de Goya y Lucientes, probablemente el pintor español más reconocido internacionalmente, se dedicó a recorrer el camino de la pintura a lo largo y a lo ancho. Ya fuera, como al inicio de su carrera, porque tenía que ganarse la vida y pintar cartones para la Fábrica de Tapices, que era lo único que un proyecto de pintor podía hacer, o para, más adelante, ganarse una posición social, o por puro gusto. Goya pasó por casi todas las modalidades de pintura de su momento.
Fue retratista de la nobleza, pintó por encargo cuadros y frescos de pinturas religiosas, decoró los comedores, aposentos y estancias de los mejores palacios incluido el de los mismísimos reyes, pintó la moda de la Corte y a vida de los paisanos.
Desarrolló un estilo propio. O mejor dicho, varios estilos únicos y particulares. Como los cuadros pintorescos y costumbristas o los frescos de las iglesias, capillas y catedrales. Como los retratos, tan soberbios como el de Jovellanos y Godoy, o esa serie negra y terrible que en alguna ocasión me ha obligado a retirar la mirada. Como los cuadros de motivos taurinos, o los de la guerra, o los que representan lo Sublime Terrible. Como la serie de comediantes y cómicos o los caprichos que, de alguna manera, representaban el espíritu ilustrado que sus amigos Jovellanos o Floridablanca le habían mostrado.
Pues con todo y con eso, este hombre, al verse enfermo y viejo, enfadado con el mundo por sentir el aguijón de la dependencia física pintó este cuadro. Toda una declaración de principios ante la vida. Ante la que le quedaba, porque ya tenía ochenta años. Moriría sólo dos años después.
Según los expertos, “Aún aprendo” hace referencia directa al lema clásico “Ancora imparo”, atribuido primero a Plutarco y a Platón, y más adelante al Miguel Ángel anciano de 87 años al oír los elogios a la Capilla Sixtina. La imagen del anciano apoyándose en dos bastones, sin ser exactamente igual, sí es semejante al grabado de Girolamo Fagiuoli que se puede ver en el British Museum y que representa a un anciano caminando gracias a un andador de niño.
En el cuadro de Goya, el anciano sale de la oscuridad y camina, encorvado pero con entereza, hacia la luz. No mira al frente, sino a un lado con cierta melancolía, consciente del destino hacia el que se dirige.
Representa, no solamente la humildad de un artista consagrado y popular en vida, sino el espíritu del ser humano genuino, el que nunca deja de disfrutar, cuyo sentido de la curiosidad es inagotable aunque el cuerpo no le responda ya. En los tiempos que corren, en los que las jubilaciones y retiros roban a los jóvenes la posibilidad de aprender de sus mayores, y de aprovecharse del enorme acervo de experiencia de quienes les antecedieron, éste Goya tiene plena vigencia. Por un lado, está la segregación entre niños y adultos, el poco esmero en crear vínculos reales, auténticos, entre abuelos y nietos, y por otra, la poca comprensión hacia la mentalidad del mayor, que sabe que envejece orgullo, que se va a ir antes o después pero que tiene tanto que compartir todavía... que aún es capaz de aprender, si se le da la oportunidad. Últimamente, parece que la necesidad está paliando el primer error. Tal vez, para superar el segundo habría que convencer primero a nuestros mayores y poner a su alcance esa oportunidad para que recuperaran el orgullo de envejecer.