A Yves Klein le obsesionaban las formas imperfectas, el arte de lo invisible, las arquitecturas del aire. Y el color. Los tonos monocromos derramados sobre un lienzo, moldeados por el cuerpo desnudo de una mujer son algunas de sus experiencias pictóricas dirigidas a romper con toda forma de expresionismo. El artista rechazó el pincel casi desde el principio. Ello supuso la invención de sus llamados “pinceles vivos”. Y también el nacimiento del azul Klein. Ese mítico color de las pasarelas de moda que cuelga desde hace casi dos décadas de uno de los muros del Museo Guggenheim Bilbao. La gran Antropometría azul de Yves Klein forma parte de la colección permanente del museo, que se dispone a celebrar su XX aniversario.
El Museo Guggenheim Bilbao abrió por primera vez sus puertas al público el 19 de octubre de 1997. Desde entonces, artistas de alto calado internacional se han cobijado en sus salas. Pinturas, esculturas, instalaciones… Todas las formas de la expresión artística contemporánea han desfilado y visto desfilar a un público heterogéneo entusiasmado por la calidad de las obras expuestas en un museo nacido con el ambicioso objetivo de reunir, conservar e investigar el arte moderno y contemporáneo y exponerlo en el contexto de la Historia del Arte. Pero como casi siempre ocurre, la vorágine de las muestras temporales nos hace olvidar la grandeza de las colecciones permanentes. Y la del museo bilbaíno es digna de un buen repaso, sosegado y a conciencia.
Sólo el edificio es un espectáculo. Como una descomunal escultura de piel de titanio, se alza sobre la ría del Nervión el icono más reconocible de la ciudad. Así debe ser. Las ciudades han de tener iconos. Bibliotecas, hospitales, museos. Dentro de cien años, la gente los verá y dirá, ¿Qué es eso? Y pensará, es arte. Son palabras de Frank Gehry, el creador del Museo Guggenheim Bilbao. Un genio de la arquitectura en movimiento que, además de recibir el Pritzker de Arquitectura en 1989, es autor de edificios emblemáticos en diversas ciudades europeas y estadounidenses.
Si el exterior del Guggenheim sirve para la exhibición artística —piezas de Louise Bourgeois, Eduardo Chillida, Yves Klein, Jeff Koons o Fujiko Nakaya decoran el entorno—, el interior es un derroche de creatividad curvilínea. Ya desde el corazón del museo (el atrio) el visitante recibe una abrumadora dosis de impactos visuales. Sin piedad. Descargas que exigen detenerse ante los inmensos muros cortina de vidrio con la sensación de flotar sobre la ría.
A partir de ahí todo es subida. El acceso a los tres niveles del museo mediante pasarelas sinuosas, ascensores de titanio y cristal y torres de escaleras, da paso a un intenso recorrido emocional por el arte contemporáneo. Incluido el pasado siglo. Anselm Kiefer, Richard Serra, Mark Rothko, Jorge Oteiza, Yves Klein, Robert Rauschenberg, Basquiat son algunos de los artistas que enriquecen con su personalidad y particular lenguaje creativo las casi veinte salas del museo dedicadas a la colección permanente. El resto se rinde de forma temporal al genio de Francis Bacon, las controversias de Albert Oehlen. O la capacidad infinita de Hermann y Margrit Rupf para fichar a quienes serían los grandes referentes del arte del siglo XX: Picasso, Braque, Juan Gris, Fernand Léger, Klee, Kandinsky.
Las actividades conmemorativas del XX Aniversario se inician el próximo 10 de diciembre con un programa, TopARTE, abierto a todas las disciplinas. Música, cine, vídeo, danza, performance, teatro o gastronomía se compinchan para descubrir un mundo fascinante, heterogéneo, rico.
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