En pleno siglo XIX, cuando Rosa Bonheur desafiaba el discurso canónico de la historia del arte pintando cabezas de leones y asistiendo a ferias de ganado para disfrutar en directo del mundo animal y aprender a dibujarlos mejor, ya llevaba un tiempo experimentado el sabor del reconocimiento profesional. Es raro para la época y para las restricciones artísticas que se imponían entonces a las mujeres que ella rompiese el círculo excluyente del bodegón y las escenas familiares y que, encima, le saliera bien.
Nació en Burdeos, el 16 de marzo de 1822, la llamaron Marie Rosalie y se educó conforme a los principios sansimonistas seguidos por su padre. Tal doctrina era un híbrido entre socialismo y cristianismo que promovía la igualdad y los derechos de las mujeres. En este sentido, la niña Bonheur resultó beneficiada, pues nadie obstaculizó su acceso a la educación ni frustró sus inquietudes artísticas. Mientras su padre se dedicaba a difundir sus creencias, los tres hijos del matrimonio disfrutaban de la campiña del sur de Francia y de la atención materna. Hasta que falleció.
Fue entonces cuando el señor Bonheur regresó a por los niños y se trasladaron a París donde había fundado una escuela de dibujo. Y es que a Raymond Bonheur, aparte del sansimonismo, le fascinaba el arte. A ella (a Rosa), que le encantaba moverse entre los animales desde niña, no le quedó más remedio que cambiarlos por el Louvre y escapar de vez en cuando a los campos y granjas de las afueras de París en busca de la naturaleza. El zoo parisino también le encajaba a la hora de experimentar con la anatomía animal.
Centrado su estilo en la vida rural, la ganadería y las faenas del campo, Rosa Bonheur trabaja y desarrolla su excepcional mirada sin descanso. Los viajes por diferentes regiones francesas —Auvergne, el Nivernés, Pirineos— le proporciona inspiración y un mayor conocimiento de la naturaleza silvestre. Pero no se limita a los paisajes patrios. Recorre Escocia y se muestra fascinada por la belleza salvaje del oeste americano.
Precisamente la escena de los doce bueyes charoleses arando el campo, Labourage nivernais, le sirvió de trampolín en los circuitos pictóricos del momento. Pintado en 1849, el cuadro describe la primera labranza a principios de otoño. Los bueyes, como héroes, protagonizan la obra que magnifica la labor agrícola. Aclamado por la crítica, el encargo de la recién estrenada II República y presentado en el Salón de París de 1849, se trasladó al Louvre.
Los años 50 fueron determinantes para el reconocimiento internacional de su obra, sobre todo en el mundo anglosajón. Su talento y ambición por dotar a la pintura de animales el mismo prestigio que a la histórica la empujan a decantarse por formatos monumentales y representar el poderío de los caballos, los felinos, los leones.
Al margen de la norma, innovadora e inspiradora, Bonheur no sólo situó el mundo animal en el centro de su pintura y su trabajo, también se convirtió en un modelo de mujer libre e independiente. Su personalidad fuera de lo común conquistó incluso a las autoridades que le otorgan un permiso especial para vestir pantalón y colarse en los lugares reservados al hombre para estudiar con mayor profundidad el ámbito animal. Los premios y medallas se suceden. El gobierno francés le concede la Legión de Honor, y el español la Gran Cruz de Isabel la Católica, reservada a los grandes maestros. Sí porque la fama de la artista francesa también llega a nuestro país gracias a Ernest Gambart. El marchante, amigo íntimo de la artista donó al Museo del Prado una de sus grandes joyas felinas. El Cid, que afortunadamente fue desempolvado y devuelto a los muros de la pinacoteca madrileña, permaneció durante años oculto en los almacenes.
Con motivo del bicentenario del nacimiento de Rosa Bonheur, el Museo de Bellas Artes de Burdeos y el Museo de Orsay de París organizan una doble retrospectiva de su obra. El Château Rosa Bonheur de Thomery (Seine-et-Marne), donde el artista vivió durante casi medio siglo, y el Musée Départemental des Peintres de Barbizon son socios excepcionales de la exposición. Se trata de la primera retrospectiva dedicada a la artista desde 1997, que viajó por Burdeos, Barbizon y Nueva York.
Además de El Cid, que el Museo del Prado ha prestado al efecto, el Museo de Bellas Artes de Burdeos exhibe cerca de doscientas obras —pinturas, artes gráficas, escultura, fotografía— y documentos que nos permiten (re)descubrir su fascinante personalidad.
La retrospectiva se estructura de manera cronológica con el fin de incidir en la evolución de la carrera artística de Bonheur. Incluye una amplia selección de dibujos y bocetos preparatorios en papel, algunos recién hallados en el Château de By (propiedad y residencia de la artista en vida), que muestran la exquisitez y belleza de su proceso creativo. Finaliza el recorrido un repaso de su forma de vida, su sentido del humor, su gusto por la caricatura y la música, su interés por la literatura y la ciencia.
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