Hablar de Robert Doisneau es hablar de uno de los pilares fundamentales de la fotografía del siglo XX. Empeñado en mostrar la vida no como es, sino como él hubiera querido que fuera, el fotógrafo francés fue un extraordinario narrador del día a día. Por ello se dice que retrataba ficciones, devolviendo con su cámara un reflejo modificado de momentos insignificantes. Contado así suena un tanto novelesco. Sin embargo, para relatar el proceso creativo de este mito de la fotografía, es necesario hacer hincapié en esa particular manera suya de ver el mundo. Basaba su trabajo en la observación de las situaciones cotidianas, al tiempo que buscaba sin descanso escenarios sugerentes. Esta combinación caótica entre lo común y lo sorprendente dio lugar a uno de los legados fotográficos más bellos de todos los tiempos.
"Lo que estaba tratando de mostrar era el mundo en el que me hubiera sentido bien, donde la gente era amable, donde encontrar la ternura que yo esperaba recibir. Mis fotos eran como una prueba de que este mundo podía existir".
Robert Doisneau nació en pequeño suburbio parisino. Y no un día cualquiera, sino el 14 de abril de 1912, exactamente la misma noche que naufragó el Titanic. Su infancia y juventud transcurrieron sin nada de particular. Hasta que otra fecha (1929) y un hombre volvieron a marcar su vida. Se llamaba André Vigneau y fue quien le abrió las puertas del mundo del arte. Así comenzó a gestarse el fotógrafo insumiso en el que se convirtió, tras descubrir que su verdadera pasión se hallaba entre la gente. Entre sus pequeños gestos, sus alegrías minúsculas, sus fiestas triviales a orillas del Sena. Porque fue en su “París secreto”, el de los callejones y los mercados, donde el genio de Doisneau engulló a bocados la poesía con la que iba construir su universo artístico.
"Una centésima de segundo por aquí, una centésima de segundo por allá que, puestas una tras otra, no darían más que uno, dos o tres segundos robados a la eternidad."
Fiel a sus principios, Doisneau jamás se arrugó frente a las modas. No cuadraba con su espíritu díscolo claudicar ante lo establecido. Tal vez por ello fue capaz de escribir la fotografía con un lenguaje propio, elaborado desde la desobediencia y el caos creativo. La intuición era su única guía. Mi vida es telescópica. No existe plan alguno, sino una improvisación día a día, afirmaba sin reparos. De ahí su estilo, su forma de reflejar un mundo (el suyo) donde no cabía el orden ni el criterio. Sólo la amabilidad, la ternura, la benevolencia, la emoción. Y de ahí su magia artística. Aunque se había formado en el oficio del dibujo, decía estar más directamente influenciado por escritores que por artistas plásticos. Su imagen ideal consistía en la intrusión misteriosa de una emoción con la esperanza de devolver un momento privilegiado.
La Fundación Canal acoge una muestra excepcional que abarca casi cincuenta años de creación del artista. A través de más de un centenar de obras, Robert Doisneau. La belleza de lo cotidiano ofrece una oportunidad única de aproximarse de forma diferente a la obra de Robert Doisneau. No sólo su evolución como artista y sus obras emblemáticas. También recoge una serie —prácticamente inédita— de trabajos que muestran el lado más desconocido del artista, como Palm Springs 1960, la primera experiencia a color del fotógrafo parisino. Además, se exhibe material personal del fotógrafo, como su cámara Rolleiflex; varias de las publicaciones originales donde se difundieron sus trabajos, cuatro hojas de contacto y tres collages.
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Robert Doisneau. La belleza de lo cotidiano.
Fundación Canal. Madrid. Fechas: del 6 de octubre 2016 al 8 de enero 2017. Comisarias: Annette Doisneau y Francine Deroudille, hijas de Robert Doisneau.
Entrada libre.
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