Comisariada por Guillermo Solana, director artístico del museo, la muestra presentada por el Thyssen el pasado 14 de septiembre reúne más de 90 pinturas procedentes de instituciones, galerías y colecciones particulares de todo el mundo. El título, La máquina Magritte, destaca el componente repetitivo —que no sistemático— y combinatorio de la obra del gran pintor surrealista, cuyos temas obsesivos vuelven una y otra vez con innumerables variaciones.
René Magritte definía la pintura como un arte de pensar. Tal concepto, derivado de su interés por la ciencia, revela uno de los pilares de la obra del artista belga que es, en su conjunto, una profunda reflexión sobre la pintura misma. Él, que compendió la necesidad de virar su estética hacia el surrealismo tras descubrir el cuadro de De Chirico Cántico de amor, ya venía mariposeando desde sus inicios con la idea de vincular el arte y todas sus facetas con el pensamiento y la vida misma. "Pinto el más allá, muerto o vivo. El más allá de mis ideas mediante imágenes", escribía.
“Ser surrealista, es desterrar del pensamiento lo ‘ya visto’ y buscar ‘lo todavía no visto”.
Antes de mirar a Magritte y a su particular concepción de la pintura, tal vez sea necesario incidir en dos aspectos. El primero en relación con el surrealismo, un movimiento que como tal no obedece a una forma de arte ni a un estilo. Sus formas de expresión (y las técnicas) varían en función del temperamento y la creatividad del artista. Con respecto a Magritte, señalar que él no abrazó, excepto al principio, las ideas del surrealismo francés. Como impulsor del movimiento en Bélgica, rechaza el automatismo y la arbitrariedad. Su obra persigue la intelectualidad, la expresión del mundo interior y lo hace a través de un lenguaje iconográfico basado en el concepto, la ambigüedad, el absurdo y el misterio.
La máquina Magritte no sólo se refiere a la prolífica producción del pintor belga y aquel extravagante catálogo de una supuesta sociedad cooperativa que firmaron Magritte y sus amigos surrealistas en 1950. La Manufacture de la Poésie incluía, entre diversos artefactos destinados a automatizar la creación, una “máquina universal para hacer cuadros”. Tal artilugio, aparte de una capacidad infinita de pintar cuadros pensantes, era de manejo sencillo al alcance de cualquiera.
En realidad, explica Solana, “el aparato descrito por los surrealistas belgas es diferente: está dedicado a generar imágenes conscientes de sí mismas”. Algo parecido al proceso creativo magrittiano: una máquina metapictórica que produce cuadros pensantes.
En efecto, el artista belga, en su afán por desmenuzar la conexión entre el objeto real, su imagen y las palabras con las que se designa, convierte su pintura en una reflexión sobre la pintura misma. La exposición subraya precisamente este concepto tan complejo: hacer visible lo invisible y, de esta forma, obligar a pensar a quien mira la pintura. Él juega con el cuadro dentro del cuadro, los espejos, las metamorfosis, las yuxtaposiciones, las composiciones misteriosas. Para ello emplea recursos metapictóricos que son el hilo conductor de la retrospectiva.
El recorrido, estructurado en capítulos temáticos, repasa y analiza los elementos recurrentes en el vocabulario surrealista de Magritte: los ambientes oníricos, la soledad, el silencio, los objetos perturbadores, las formas suaves. La muestra incide igualmente en los efectos poéticos y misteriosos que desprenden sus cuadros, las figuras volátiles que parecen escapar de la tela. Así como la importancia de las palabras vinculadas a la imagen, desmintiéndola.
La máquina Magritte se completa con una instalación, en la primera planta del museo, de una selección de fotografías y películas caseras realizadas por el pintor, presentadas por cortesía de Ludion Publishers. Magritte nunca se consideró fotógrafo, pero sintió una indudable atracción por el cine y la fotografía en su vida cotidiana.
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