A partir de que el Museo del Romanticismo adquiriera la Virgen del Jilguero, pieza clave de su producción religiosa y una de las más depuradas pinturas de toda su producción, la institución puso en marcha la recuperación de la figura de Rafael Tegeo.
Rafael Tegeo (Caravaca de la Cruz, 1798-Madrid, 1856) es una figura fundamental en la escena artística de la primera mitad del siglo XIX. Destacó como pintor de grandes composiciones religiosas, escenas históricas y, sobre todo, como retratista. Fue el género que más fama y dinero reportó, le permitió vivir con holgura y sin replegarse a imposiciones de ningún tipo. Su ideología liberal y progresista no le granjeó las simpatías del poder absolutista. Y no es que le importara en exceso —para ser justos, no le interesaba lo más mínimo someterse a na da ni a nadie—. Pese a su excelencia como artista, su fama entre la sociedad burguesa y los importantes encargos de la Corte y la Iglesia, Tegeo pagó su fuerte personalidad con el olvido.
Hoy, la pinacoteca madrileña ha logrado reunir una treintena de obras del maestro murciano en la primera muestra monográfica dedicada el artista. Comisariada por Carlos G. Navarro y la directora del Museo del Romanticismo, Asunción Cardona, la exhibición recorre los aspectos cruciales de la vida y obra de Tegeo, su evolución artística, sus años de esplendor y declive y el significado de su trabajo en nueva sensibilidad romántica en la pintura española.
Rafael Tegeo se formó inicialmente en Murcia, trasladándose después a Madrid para estudiar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Allí se empapó de neoclasicismo, paisaje y pintura decorativa. Fue en Roma donde descubrió la magia de los grandes maestros del Cinquecento y la estética del Neoclasicismo tardío italiano. De su periodo romano es precisamente la Virgen del Jilguero (1825-1828), pieza central de la exposición, con ecos de Lippi y Botticelli. Meses después de su regreso a Madrid fue nombrado miembro de la Academia de San Fernando gracias a la potencia de la pintura Hércules y Anteo.
Durante sus años de esplendor pintó para el Casino de la Reina y el Palacio Real de Madrid, además de realizar diversos encargos del infante Sebastián Gabriel, su mecenas. Su prestigio como retratista entre las clases burguesas del romanticismo español no hacía más que crecer. En 1846 fue nombrado pintor de cámara de la reina Isabel II y retomó su actividad como pintor de composiciones históricas.
Pese a su éxito y reconocimiento, durante los años siguientes a su muerte cayo en el más profundo e injusto olvido. Tal vez fuese por la “complejidad del momento artístico en el que el pintor desarrolló su principal producción”, explica Asunción Cardona. Pero no es ese el único motivo. También su muerte prematura a los 56 años y su fidelidad ideológica contribuyeron al abandono de su figura. Su carácter brusco e independiente y su tendencia a nadar contracorriente —o mejor, en la corriente que él consideraba correcta— no allanaron el camino en una corte hostil al ideario liberal, la igualdad y la Constitución (la de 1837 a la que él permaneció fiel). Aunque ello no impidió el aprecio de la reina Isabel II por su pintura.
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