Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec-Monfa nació con dos estigmas en el ADN: la deformidad física y la insurrección. Hijo de la nobleza occitana, el pequeño artista irredento cambió la molicie aristocrática por el inframundo parisino del burdel, la bohemia y el cabaret. Toulouse-Lautrec se decantó por el arte y, con el apoyo de su tío, se trasladó al barrio de Montmartre en 1884. Al abrigo de la noche, la marginalidad y los antros el conde de Albi desarrolló su cortísima, pero fructífera, desenfrenada y crítica carrera pictórica.
Rozaba los 14 cuando Pablo Ruíz Picasso pisó por primera vez Barcelona. Una ciudad finisecular donde la cultura se bebía a borbotes, supuso para el artista una experiencia que succionó con avidez salvaje. Inconsciente todavía del mundo intelectual que se abría ante sus ojos y también dependiente de los avatares profesionales de su padre, no se instaló allí hasta pasados cuatro años. Fue entonces cuando descubrió los lienzos de Ramón Casas y las maneras de Lautrec. La luz, lo grotesco, la sensualidad cabaretera, el cancán, las tertulias y los bajos fondos. En 1901 se mudó a la capital francesa a comerse a dentelladas la contracultura del nuevo siglo.
Genios desde la infancia, tanto Toulouse-Lautrec como Picasso rechazaron las normas academicistas, bebieron de las fuentes de Ingres y Degas y se lanzaron sin miramientos a la piscina del dibujo. Dibujaron de manera compulsiva durante toda su vida y encontraron en el lapicero tal vez el mejor instrumento para expresar obsesiones, experiencias, fantasías y frustraciones.
Si bien Lautrec no tenía constancia de la existencia de aquel veinteañero recién llegado a París, Picasso ya conocía a Lautrec de manera indirecta a través de Casas, Rusiñol y las revistas francesas que llegaban a la Barcelona del Modernismo. Al español le fascinaba la decadencia, la morbidez y los rasgos caricaturescos de la pintura del francés. A ambos, El Greco. Es en su mística y su refinamiento pictórico donde se constata el primer nexo artístico entre Picasso y Lautrec.
Coexistía también en ambos artistas la querencia por la nostalgia, las noches turbias, los amaneceres tortuosos, el olor a petróleo, los ratones blancos surcando un cajón, la absenta, las flores mustias, el desorden y la soledad; el circo, los arlequines, los acróbatas y los marginados.
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza presenta Picasso-Lautrec, la primera monográfica que confronta la obra de estos dos grandes maestros de la modernidad. Comisariada por el profesor Francisco Calvo Serraller, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid, y Paloma Alarcó, jefe de conservación de Pintura Moderna de museo, la muestra reúne más de un centenar de obras, procedentes de unas sesenta colecciones públicas y privadas de todo el mundo.
Bohemios, Bajos fondos, Vagabundos, Ellas y Eros recóndito son las secciones temáticas de una exposición que trasciende los tópicos del Picasso aún imberbe deslumbrado por Lautrec. Y es que, aunque académicamente se reconoce el sello de Lautrec en el Picasso de los últimos años del XIX y primeros del XX —sobre todo durante la época del Bateau-Lavoir (1904), que no era un barco ni un pilón—, esa huella marcó toda carrera artística del malagueño. Incluso en su periodo final, cuando retoma el sexo y la figura femenina con una violencia inusitada, superando con creces la radicalidad de Lautrec.
+
Picasso-Lautrec. Exposición temporal. Del 17 de octubre de 2017 al 21 de enero de 2018. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. 28014 Madrid.
Galería de imágenes
-
1
-
2
-
3
-
4
-
5
-
6
-
7
-
8
-
9
-
10
-
11
-
12
-
13
-
14
-
15
-
16
-
17
-
18
-
19
-
20
-
21
-
22
-
23
-
24
-
25
-
26
-
27
-
28