Es el año 1906. El Museo del Louvre presenta en París una importante muestra de arte íbero que reúne esculturas de barro y caliza recientemente excavadas en los yacimientos españoles de Osuna y el Cerro de los Santos. Piezas de extraordinario valor como la Dama de Elche (adquirida por la pinacoteca en 1897), diversas cabezas masculinas y femeninas evocadoras de deidades primitivas, vasijas, exvotos y demás obras arqueológicas exhibidas impresionan favorablemente a muchos de los artistas de las primeras vanguardias parisinas. Por allí, cómo no, andaba Picasso.
A partir de ese verano, el artista malagueño, fascinado por las formas de las esculturas íberas expuestas, se dedica en cuerpo y alma a recrear en papel su primitivismo, su sencillez, su fuerza creativa o sus tonos ambarinos. Es entonces cuando, también influido por el arte negro y exotismo de lo ancestral, abandona su etapa más figurativa para definir las líneas que más tarde desembocarán en el cubismo.
Son muchos los historiadores del arte íbero que han indagado en la relación del mismo con la obra de Picasso y cómo esta influencia propició el salto del artista hacia un lenguaje pictórico mucho más personal y radical, menos subjetivo, más experimental. De este asunto trata Picasso Íbero, la exposición del Centro Botín Santander que promete ser la estrella del verano cántabro.
Comisariada por Cécile Godefroy y Roberto Ontañón Peredo, la exposición cuenta con un excepcional comité de expertos internacionales en arte íbero —Teresa Chapa Brunet, Hélène Le Meaux, Alicia Rodero Riaza, Rubí Sanz Gamo— que, bajo la dirección de Pierre Rouillard, han estudiado en profundidad el fértil diálogo entre Picasso y el legado cultural de esta antigua civilización, sus rituales y su arte.
El recorrido de Picasso Íbero se articula en tres secciones que exploran el enriquecimiento del imaginario picassiano a partir de la experiencia disfrutada en el Louvre. La primera de ellas presenta una fascinante introducción a la cultura ibérica en la que se exploran sus costumbres y forma de vida, además de las diferentes expresiones artísticas: escultura, cerámica, policromías… La segunda sección aborda directamente en periodo íbero de Picasso: desde la célebre exposición del Louvre hasta las representaciones formales y conceptuales del iberismo en su arte.
En combinación con lo aprendido de Cézanne —“captar la naturaleza a través del cubo, el cilindro y la esfera”—, el primitivismo de Gauguin y la escultura románica catalana, el arte ibero espoleó en Picasso la necesidad de distanciarse de la realidad, simplificar los trazos y las tonalidades. Este cambio es crucial, pues constituye su primera aproximación al primitivismo, antes de reinterpretar el arte africano y de Oceanía que descubrió en el Palais du Trocadéro de París.
La última sección se dedica a la faceta coleccionista del pintor malagueño y los vínculos —hasta ahora desconocidos— entre los relieves íberos de Osuna con obras posteriores a 1908 y fechadas hasta sus últimos años, relativas a diferentes figuras oferentes, toros, encuentros, cabezas, rostros.
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