Aunque la figura de Mariano Fortuny ha sido celebrada desde antiguo por parte de la bibliografía especializada y analizada mediante numerosas exposiciones e iniciativas, su talla como artista y su intenso arraigo con la más genuina tradición de la gran escuela española, no se ha difundido con el rigor que merece. Es este precisamente el principal argumento del Museo del Prado para explorar en profundidad la obra de uno de nuestros pintores más sobresalientes.
La exposición, comisariada por Javier Barón, tiene un carácter rigurosamente excepcional e irrepetible. No sólo por el número de obras reunidas —169 obras, de las que una treintena forman parte de los fondos del Prado, mientras que el resto proceden de grandes museos de Europa y Estados Unidos y colecciones particulares—, también por el exhaustivo recorrido cronológico por todas las etapas artísticas del pintor.
Mariano Fortuny y Marsal fue el artista español más cosmopolita del siglo XIX. Nació en 1838. De familia humilde y huérfano desde los 14 años, es su abuelo quien se ocupa de su formación y educación. Gracias a una pequeña ayuda económica, se traslada a Barcelona, donde logra acceder a la Academia de Bellas Artes gracias sus trabajos como iluminador de fotografías; y después a la Academia Chigi de Roma con una beca de estudios.
Viajero impenitente, artista autodidacta y ecléctico —pintor, copista del Prado, acuarelista, dibujante y grabador—, Fortuny vivió rápido, murió joven y dejó un inmenso legado artístico que desborda su propia autoría. Y es que el artista, además de un maestro del óleo y la acuarela, fue un coleccionista vocacional. Ya desde su primer viaje a Marruecos comenzó a mostrar cierta afición a atesorar objetos extraños, antiguos, exóticos. Guiado por un profundo instinto se sintió especialmente atraído por las armas, las alfombras y los tejidos. Durante su estancia en Granada — entre 1870 y 1872— consolidó su reconocimiento como experto coleccionista. Allí le dio por los azulejos y la cerámica morisca. Las cajas y arquetas de marfil, los muebles, cristales y espejos antiguos.
Una lástima que gran parte de sus colecciones se dispersara tras su corta vida en ventas y subastas.
La exposición destaca especialmente esta faceta (la del coleccionismo) como un lazo indisociable a su arte, pues ninguna de ellas puede ser entendida sin tener en cuenta la otra. De hecho, dedica una sala exclusiva a la recreación de su estudio, donde atesoraba sus colecciones y antigüedades. Tal vez sea la novedad más relevante y original de esta inmensa antológica madrileña.
Al arte de Fortuny le marcan tanto los lugares como los objetos. Si en Roma aprendió la precisión del dibujo y la pintura de género, en Marruecos —enviado allí en 1860 por la Diputación de Barcelona como pintor de batallas— descubrió la luz, el movimiento y el colorido de los brillantes espacios naturales. Si en Granada (periodo clave en su evolución creativa) profundizó en el estudio del natural y el gusto por lo oriental, durante sus viajes a Madrid, Nápoles, París y Sevilla se imbuyó en las técnicas de la acuarela y el aguafuerte. Capítulos a los que el Prado presta también particular atención, sobre todo en lo relativo a las técnicas empleadas, absolutamente novedosas, personales con las que logra reproducir un fino cromatismo, arquitecturas excepcionales y texturas, brillos, sombras e intensidades casi táctiles.
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Fortuny (1838-1874) podrá visitarse en las salas A y B del edificio Jerónimos del 21 de noviembre de 2017 al 18 de marzo de 2018.
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