Un joven con los ojos cerrados, una cadena de nubes en el cielo, una niña escondida tras un globo, sus manitas extendidas con un gesto de sorpresa, inocencia y anhelo, piel bajo la seda de un vestido diáfano, una corona de papel, el deseo inconsciente que flota en una pista de baile, el resplandor silencioso que emana de su hijo rubio y su nieta… El espacio, las distancias cortas, el tiempo, su paso fugaz. “La emoción es lo que realmente me mueve y me transporta. Vivo un momento y decido captarlo ― explica Jessica Lange ―, saco mi cámara y hago la fotografía”. La razón de su obra es lo que ve, lo que le emociona. Y la luz, sobre todo la luz porque como afirma Patti Smith, Jessica lleva en la sangre el sol de medianoche.
La mujer que fue amante de King Kong en 1978, la que poco tiempo después protagonizó junto a Jack Nicholson una de las escenas más tórridas y eróticas del cine norteamericano en El cartero siempre llama dos veces, nos desvela su otra faceta artística: su pasión por la fotografía.
Todo empezó a principios de los 90’ cuando Sam Shepard ― escritor, actor y su actual pareja ― le regaló una cámara de fotos, una Leica, que se convirtió en la inseparable compañera de todos sus viajes: Rusia, Francia, Italia, Finlandia, Nueva York, Minnesota y el fascinante Méjico, su favorito porque este país es para Jessica Lange el “más emocional de todos por la vida que hay en sus calles, por sus luces y sus grandes noches”. La penumbra del crepúsculo, la profundidad de los negros, el estallido de los blancos, la voluptuosidad de las sombras de un baile sensual y cargado de deseo en la plaza del Zócalo son algunas de las escenas que durante veinte años ha ido captando la actriz y que ahora ―y hasta el 27 de noviembre― se reúnen en Unseen (invisible), la muestra que el Centro Niemeyer de Avilés recoge y articula en dos series Things I See (1992-2008) y On Scene-Mexican Suites, esta última dedicada a la vida desbordante que inunda las calles de Méjico. Todas en blanco y negro porque añade misterio, relieve, imaginación, melancolía, emoción.
A Jessica Lange siempre le gustó la fotografía ― no en vano su primer amor fue Paco Grande, un fotógrafo asturiano ― aunque no se dedicó a ella en serio, a pesar de que en 1967 consiguió una beca para estudiar este arte en la Universidad de Minnesota. Después, los avatares de la vida la llevaron a París donde descubre el teatro y abandona la práctica fotográfica. Dice no sentirse influenciada por ningún fotógrafo en especial, pero reconoce sentir una profunda admiración por el realismo severo de J. Koudelka, la sobriedad y crudeza de Walker Evans y la expresividad poética de la mejicana Graciela Iturbide.
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