Rechazó las vanguardias, rozó el futurismo y se dejó conquistar durante un tiempo (poco) por la llamada corriente metafísica, encabezada por otro Giorgio. Coetáneo y gran amigo, De Chirico introdujo a Giorgio Morandi en la sosegada existencia de los objetos cotidianos. Aunque su amistad permaneció inquebrantable en el tiempo que vivieron, ambos escaparon de los argumentos pictóricos ontológicos para emprender sus respectivas sendas artísticas. Mientras el primero tiró por la calle del onirismo surrealista y las atmósferas arquitectónicas, Morandi se apartó de cualquier movimiento artístico definido.
Los dos años (entre 1918 y 1920) que el pintor boloñés exploró las teorías de la Scuola Metafísica pueden servirnos de punto de partida para comprender la evolución de Morandi hacia un lenguaje pictórico inclasificable, ajeno a la tradición y el arte de su tiempo. Aunque esto no es del todo exacto. Aparte de la veneración que sentía por los Maestros Antiguos —Giotto, Masaccio y Paolo Ucello, en especial por El Greco— y los grandes del Siglo de Oro —Velázquez, Rembrandt, Zurbarán—, fueron especial fuente de inspiración morandiana dos franceses tan diferentes como alejados en el tiempo: Jean Siméon Chardin y Paul Cézanne.
Si de la metafísica parte para mirar más allá, para adentrarse en el lenguaje oculto de la vida inanimada, de Chardin admira el sentido del espacio, las composiciones seriales, la serenidad, el silencio que emana de sus bodegones. Una manera/sentimiento de tratar el objeto que Morandi capta a la perfección y traslada a su estilo susurrante. El momento Cézanne le sobreviene en plena juventud. El volumen y el espacio, el color y las formas, el ritmo de la composición cezanescos influyen profundamente en la gestación de la iconografía del italiano y su visión poetizada de la materia.
Para un tipo capaz de pintar el idioma en el que susurran los objetos resultaba imprescindible estudiarlos, casi diseccionarlos, combinar sus murmullos en composiciones diferentes hasta hallar la cadencia perfecta que reinterpretaba una y otra vez como un riff inagotable.
La Fundación Mapfre exhibe en la sala Recoletos de Madrid una interesante retrospectiva dedicada a Giorgio Morandi, cuya obra trasciende los límites del tiempo y de lo tangible. Morandi. Resonancia infinita recorre todas las etapas de la trayectoria artística del pintor: desde los inicios, vinculados a la reflexión sobre Cézanne y el cubismo, la breve e importante adhesión a la pintura metafísica, hasta la definición de un lenguaje maduro y original, documentado en la sección “Diálogos silenciosos”. La muestra incide de manera especial en la musicalidad constante de la obra de este pintor italiano. Una musicalidad presente en todos los objetos que la habitan a modo de cajas de resonancia.
El recorrido propone el análisis de su obra a través de cinco conceptos clave: el efímero momento metafísico en el que sus obras se pueblan de objetos infrecuentes en su iconografía; las flores y las naturalezas muertas; los paisajes; el timbre autónomo del grabado y la influencia de su legado en la evolución del arte contemporáneo.
Las flores y los bodegones
Contemplar los cuadros de Morandi es como entrar en una habitación dormida, bañada por la luz lechosa de un día de invierno, donde los objetos cotidianos — botellas, conchas, cuencos, latas, jarrones, vasos, tazas, cajas— protagonizan la escena. Silenciosas y sublimes, sus composiciones generan sin embargo una inquietante sensación de misterio. El eco de sus trazos resuena sobre ese mutismo pintado en todos los colores de blanco. La iluminación, ambigua, se expande por la atmósfera como un leve pero incesante susurro.
Hacia los años 50, extrema la depuración y la reducción de temas, sus líneas y formas se volatilizan hasta el punto de hacer indistinguibles muchas de las figuras, rozando el abstracto. No en vano afirmaba durante una entrevista para Voice of America “creo que no hay nada más surrealista, nada más abstracto que lo real”.
También las flores acompañaron siempre la poética en blanco del pintor. Los matices de ocre, marfil, rosado o grisáceo perfilan rosas, zinnias o margaritas de capullos apretados que introduce en jarrones erguidos sobre superficies horizontales. De esta forma acentúa el efecto de la fragilidad y fugacidad de las mismas, condenadas a la decadencia y el ocaso. La preparación de las composiciones florales que luego trasladaba al lienzo era uno de los pasos fundamentales del proceso morandiano.
Los paisajes
Él, que apenas salía de casa, se asomaba al exterior a través de la única ventana de su estudio en Via Fondazza. Las vistas al pequeño patio, donde un olivo y un macizo de flores definían el umbral entre el pintor y el mundo que tan repetidamente representó durante la década de los 30, determinaron el inicio de su madurez artística y el desarrollo de su personal lenguaje pictórico. El pueblito de Grizzana, situado al borde de los Apeninos, le proporcionó otro importante arsenal de herramientas paisajísticas con las que ejecutar en el lienzo las partituras de la naturaleza.
Morandi aborda el paisaje de manera similar a la de sus bodegones: pocos trazos, formas indefinidas que insinúan más de lo que muestran, atmósferas silenciosas, infinitas, como suspendidas en el tiempo.
El timbre autónomo del grabado
Entre las más de cien piezas que conforman la exposición, buena parte se centra en los grabados y dibujos que el pintor boloñés realizó a lo largo de toda su carrera. El primero, a los 22 años, determinó una manera más de expresión artística. Y es que para él la estampa no era un mero complemento de sus óleos, sino una técnica específica que le permitía profundizar aún más en los espectros lumínicos. Su proceso de aprendizaje fue lento, pero con el tiempo logró transcribir las sensaciones de los colores a las escalas de los blancos y los negros del grabado.
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