La vida y la obra de Rembrandt van Rijn ha sido objeto de infinitos análisis, desde sus primeras etapas creativas en las que plasmaba su tremenda capacidad expresiva, hasta las últimas escenas pictóricas en las que logra una conexión con el espectador única en la historia del arte. Hoy, 350 años después de su muerte, se ha investigado tanto y con tal grado de profundidad, que al fin se ha conseguido establecer el desarrollo y la evolución de sus composiciones, incluso descifrar algunos de los misterios de su técnica.
Para asimilar de manera completa la obra del pintor holandés se hace necesario un repaso de su biografía, pues ambas forman una unidad indisoluble. Las condiciones bajo las que creó sus cuadros, las personas a las que retrató, los acontecimientos privados que condicionaron su devenir artístico facilitan la comprensión de su creatividad y una aproximación bastante aceptable con respecto a las técnicas empleadas. No obstante, es tal la complejidad de sus experimentos pictóricos que aún hay muchas preguntas sin respuesta en cuanto a los efectos visuales de sus lienzos.
Rembrandt llegó a Ámsterdam a principios de la década de 1630. No fue el primero de los grandes pintores del siglo de oro holandés en instalarse en la capital de los Países Bajos. Ya habían pasado (y establecido) por allí otros artistas como Cornelis van der Voort, Ketel, Pickenoy o Thomas de Keyser en respuesta a la alta demanda de retratistas por parte de la sociedad burguesa. Pero su irrupción supuso un cambio radical en la concepción del retrato.
Hay que decir que el maestro de Leiden —entonces un joven artista con taller propio y numerosos encargos en su ciudad natal— venía de la tradición paisajística y la representación de escenas mitológicas y vidas sagradas. Acudió a la ciudad por invitación del también pintor y marchante Hendrick Uylenburgh, primo de la iba a convertirse en su esposa: Saskia. Una vez asentado en la rica y cosmopolita ciudad, Rembrandt y su familia vivieron una etapa de prosperidad económica, prestigio social reconocimiento profesional que se truncó en 1642, con la muerte de Saskia. Eso lo veremos después. Durante este período, el artista continuó experimentando con varios géneros, mostrando su capacidad a través de una gran diversidad de estilos.
Como Frans Hals en Haarlem, Rembrandt abrió en Ámsterdam nuevos caminos: incorporó el claroscuro, perfeccionó la representación de las emociones humanas, pero y por encima de todo supo integrar en cada cuadro un relato. Rembrandt no muestra, narra, pone a dialogar a sus personajes que nos transmiten la palabra hablada a través de gestos y matices sutilísimos. Las figuras de sus obras se mueven como por fuera del lienzo; el espectador puede sentir, así, lo que piensa el personaje, se une a la escena, a la intimidad del retratado, a una cena familiar, a un relato bíblico. Ahí radica justamente la enigmática genialidad del holandés.
Cuando fallece Saskia, deja Rembrandt a cargo de su hijo Tito, de apenas un año de edad. Fueron momentos difíciles para el pintor. Su ritmo de trabajo se ralentiza y empieza a atravesar dificultades financieras. En 1647 ingresa al servicio de la casa Hendrickje Stoffels, que acabó convirtiéndose en su compañera y madre de su hija Cornelia, nacida en 1654.
A sus circunstancias personales, se suman diferentes cambios en el panorama artístico del momento. Los primeros escarceos de “academicistas” como Cornelis Jonson van Ceulen e Isaac Luttichuys no desviaron a Rembrandt de su propio camino. Al contrario, siguió desarrollando un estilo sobrio, personal, que lo fue alejando poco a poco de las nuevas tendencias artísticas y comerciales. Su austeridad, sus empastes (a los que no renunció, al contrario, insistió en ellos), su narrativa ya no se adaptaba al gusto de sus clientes.
Durante esta última etapa tuvo muchos problemas económicos: no ingresaba al ritmo necesario, los encargos escaseaban, tuvo que cambiar su vivienda por otra más modesta. Llegó incluso a declarase insolvente.
El museo Thyssen-Bornemisza presenta, por primera vez en España, una exposición dedicada a la faceta de Rembrandt como retratista, en la que alcanzó también el máximo nivel. El hilo conductor de las 97 piezas exhibidas –33 de ellas firmadas por el gran maestro holandés– es la práctica del retrato en la Ámsterdam del siglo de oro y cómo la mano de Rembrandt definió la estética de sus coetáneos. Durante el recorrido por las nueve salas de la exposición, se recalcan los contrastes, las similitudes y divergencias entre los retratos realizados por los diferentes artistas de la época.
La muestra, comisariada por Norbert E. Middelkoop —conservador del Museo de Ámsterdam— permitirá descubrir la variedad y calidad de las obras y familiarizarse con las historias que hay detrás de los personajes retratados. Además, se incluye una sección sobre retratos grabados, encargos que le ayudaron a remontar situaciones financieras muy difíciles.
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