“En el verano de 1880, me llevaron a la Exposición Universal de Moscú. Para mí era todo bastante aburrido. Al final descubrí la sección dedicada al arte. Solo había cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. A partir de aquel momento el arte se convirtió en mi ideal, lo más sagrado y me he dedicado a él en cuerpo y alma”. Cuando Alexéi von Jawlensky experimentó semejante stendhalazo apenas contaba con 16 años. Sin embargo, tal visión (casi) mística de la pintura definió para siempre su profesión.
Nueve años después, tras ingresar en Academia Militar Aleksándrovskoe y servir en Moscú con el rango de teniente, logra un traslado a San Petersburgo con el fin de iniciar su formación en la Academia Imperial de Artes junto a Iliá Repin, quien le pone en contacto con Iván Shishkin, Konstantín Korovin, Arjip Kuindzhi, Vasili Súrikov y Valentín Serov. Frustrado con los métodos docentes de la Academia de San Petersburgo, en 1896 se traslada a Múnich con Marianne von Werefkin, Ígor Grabar y Dimitri Kardovski. Allí completa su formación artística en la escuela de Anton Ažbe donde conoce a Vasili Kandinsky.
De origen ruso y ciudadanía alemana, Alexéi von Jawlensky (Torzhok, 1864 – Wiesbaden, 1941) hizo de la investigación sobre la morfología del rostro humano el motivo central de su carrera artística. El retrato en sí no es más que el soporte de su incansable búsqueda de la universalidad de los rasgos faciales, a los que arranca toda identidad individual con el fin de alcanzar lo espiritual. Meta que culmina en la última etapa de su carrera.
Aunque el arte de Jawlensky se ha ligado con frecuencia al expresionismo alemán por su trabajo con los pintores de Die Brücke y Blaue Reiter, no llegó nunca a abrazar la abstracción de manera plena. Al contrario, su estilo ecléctico y cambiante a lo largo de los años denota una extraordinaria libertad y un sentido muy personal del cromatismo. Además de carecer del pesimismo y espíritu terminal tan característicos de dicha corriente, su obra destaca por la constante persecución de otro lenguaje, una nueva vía que le permitiera pintar lo que había en su alma.
Al principio, en Rusia y Múnich, el pintor refleja en sus paisajes, naturalezas muertas y retratos la herencia del postimpresionismo de Cézanne, Van Gogh y Gauguin con ciertos ecos fauvistas. En su época suiza como refugiado durante la Primera Guerra Mundial, Jawlensky deriva hacia el trabajo serial y la indagación de las facciones humanas. Es la etapa de las Cabezas de preguerra (que plantean ya las bases de su futura técnica) y las Cabezas místicas que conviven con sus Variaciones paisajísticas, cargadas de musicalidad, como “canciones sin palabras”, y viveza cromática.
Las Cabezas geométricas (o Cabezas abstractas) completan la evolución espiritual del retrato, el camino místico hacia “el anhelo de Dios”. Es la primera vez que no están presentes los ojos abiertos, como si el artista —y también el propio rostro representado— estuviera mirando hacia dentro, a un mundo interior sin contacto real, sí espiritual, con el espectador. Incluye símbolos religiosos vinculados a las tradiciones del sureste asiático y elementos libres dentro de composiciones prácticamente arquitectónicas. “A mi modo de ver, la cara no es solo la cara, sino todo el cosmos […]. En la cara se manifiesta todo el universo”.
Los años de las Meditaciones y las Naturalezas muertas coinciden con el periplo terapéutico por hospitales y balnearios donde el artista buscaba el alivio de los síntomas y el dolor provocado por la artritis deformante que le acompañó hasta su muerte.
Fundación Mapfre repasa en Jawlensky. El paisaje del rostro toda la trayectoria artística del pintor, desde sus inicios en Múnich hasta sus últimas creaciones abstractas realizadas en Wiesbaden. Comisariada por Itzhak Goldberg, se trata de la mayor retrospectiva dedicada al artista en España en las últimas tres décadas.
La selección de obras, que supera el centenar, ofrece un amplio recorrido cronológico por la trayectoria del pintor e incluye piezas de artistas que influyeron o compartieron inquietudes e intereses con Jawlensky, como los franceses André Derain, Henri Matisse o Maurice de Vlaminck; la pintora Marianne von Werefkin, su compañera hasta 1921; Sonia Delaunay o Gabriele Münter, una de las pocas mujeres vinculadas al expresionismo alemán.
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