Georgia O’Keeffe nació en 1887 en Sun Prairie (Wisconsin) donde pasó su infancia en una granja antes de trasladarse junto a su familia a más de 1.600 kilómetros de distancia, a Williamsburg, en el estado de Virginia. Tenía entonces 16 años y ya manifestaba sus deseos de pintar e intensas inclinaciones artísticas: “mis ojos pueden ver formas. Es como si mi mente creara formas de las que no sé nada”. Su formación se inicia en el Art Institute de Chicago donde aprende dibujo anatómico con John Vanderpoel. También asistió a la Art Students League de Nueva York.
Pero la rigidez académica no satisfacía unas inquietudes artísticas que iban mucho más allá de pintar como los otros. Ella no quería pintar como los artistas a quienes le habían enseñado a imitar. No quería imitar a otros. Ni siquiera imaginaba llegar a pintar con la pulcritud y la pureza de los grandes maestros. Ella quería pintar a su manera y pronto descubrió que nadie le iba a enseñar a hacerlo. Así que buscó en otros contextos ajenos al canon la forma de plasmar todo aquello que veían sus ojos.
En esas andaba la joven O’Keeffe —a la caza de su identidad como artista, dibujando a carboncillo el fruto de sus caminatas e impartiendo clases en escuelas de Virginia, Texas y Carolina del Sur para llegar a fin de mes— cuando su gran amiga Anita Pollitzer muestra a Stieglitz varios de los dibujos que le enviaba junto a sus cartas. Era 1916. El fotógrafo, fascinado por la potencia emocional y el personalísimo estilo de la artista los expone en flamante galería neoyorquina. “Al fin una mujer sobre papel”, exclamó.
A partir de ese momento, la andadura personal y profesional de la mujer artista que ya era tomó el rumbo deseado. La obra de Georgia O’Keeffe inició el ascenso hacia la cima, confirmando su posición disidente frente a lo establecido. La pasión y la relación romántica entre fotógrafo y pintora no se hicieron esperar. Es lo que tienen las conexiones espirituales ungidas por instintos mucho más profundos que la mera atracción. Ambos fueron pareja (con los correspondientes altibajos, distanciamientos y reencuentros) hasta que Stieglitz murió en 1946.
Al tiempo, la pintora inició su personal cruzada contra las etiquetas y los intentos de la crítica de crear una especial categoría para su obra. Le molestaban especialmente las asociaciones de las formas naturales de sus cuadros con la fisionomía femenina y las interpretaciones freudianas de sus abstracciones. Tampoco se identifica con ningún movimiento reivindicativo de la figura femenina en la sociedad ni en el arte. “La abstracción, al igual que la feminidad, es para O’Keeffe un medio, nunca un fin”, escribe Didier Ottinger al respecto.
Ella, que pinta sin códigos, defiende únicamente su deseo de ser ella misma, tomar sus propias decisiones, hacer con su vida y con sus pinceles lo que su instinto le sugiere. Y vaya si lo logra. Especialmente tras la muerte de Stieglitz, cuando emprende su etapa más viajera hasta que Nuevo México se convierte en su hogar definitivo.
El Museo Thyssen reivindica la figura de Georgia O’Keeffe con una retrospectiva, la primera en España dedicada a la artista, cuyo recorrido abarca todo su universo pictórico siempre conectado a los viajes, el paisaje y la naturaleza. No sólo las flores — que la hicieron famosa con lecturas bastante poco acertadas acerca del simbolismo de la sexualidad femenina— inspiraron el lenguaje pictórico de O’Keeffe. También las perspectivas urbanas neoyorquinas y los horizontes infinitos de Nuevo México forman parte de ese estilo intensamente personal que se anticipó a la pintura por planos de color.
La muestra, comisariada por Marta Ruiz del Árbol, propone un recorrido completo por la trayectoria artística de la pintora norteamericana. Una artista viajera cuyos nexos con la naturaleza fundamentan la mayor parte de sus creaciones. Al igual que su insaciable curiosidad y atracción por lo desconocido. Tal vez por ello, nunca dejó de viajar: por Estados Unidos, primero; por el resto del mundo durante el último tercio de su vida.
A través de 90 obras, la exposición repasa las seis décadas de trayectoria profesional en las que la artista fluctúa entre la abstracción y la figuración con la misma desenvoltura que elude los convencionalismos y las etiquetas, contempla un rascacielos o se hunde en la fina arena de los desiertos de Abiquiu. También es un viaje por los lugares que visitó y en los que vivió; un paseo por los parajes que transitó, deteniéndose a observar los detalles de una piedrita, cráneos de animales o un trozo de madera, un sendero sembrado de hojas rojizas o una tormenta frente al lago George. Y es que Georgia caminaba para pintar después.
En la fase final de la exposición —El taller— se exhiben algunos de los objetos que O’Keeffe recolectaba en sus largos paseos, varias de las herramientas que usaba, así como las cartas que elaboraba para definir el tono adecuado para cada uno de sus cuadros. Este espacio permite descubrir a la artista metódica, rigurosa, reservada, fascinada por el color y las texturas.
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