Michelangelo Merisi, Caravaggio, nació en Lombardía (en la ciudad que lleva el nombre de su apodo) el 29 de septiembre de 1571. Hijo del administrador y arquitecto decorador de los Sforza, Fermo Merisi, y de Lucía Aratori, descendiente de una familia noble y adinerada, el niño Merisi creció tranquilo en Milán hasta que la peste aniquiló a la mayor de la población, incluido su padre. Tenía entonces cinco años y ya empezaba a dibujarse una vida tan convulsa y claroscura como su arte.
De vuelta a su ciudad natal huyendo de la epidemia, Michelangelo fue a una escuela de gramática, donde adquirió conocimientos sobre literatura, pero él ya tenía decidido convertirse en pintor. Con tal expectativa regresó a Milán para formarse con Simone Peterzano.
En Roma, donde se mudó en 1592, frecuentó el taller de Lorenzo Carli y Giuseppe Cesari d´Arpino antes de hacerse un hueco entre el círculo artístico de Francesco Maria Del Monte. El cardenal, muy aficionado al arte y al mecenazgo puso rápidamente sus ojos sobre sobre el poderoso pincel de Caravaggio, encargándole dos de los más célebres lienzos: La buenaventura y Partida de cartas. A poco (en 1595), Caravaggio entró a su servicio y se instaló en el palacio Madama.
Los biógrafos de su tiempo suelen presentarnos al artista lombardo como un hombre de carácter pendenciero y violento, aficionado al taberneo y los altercados callejeros. De hecho, el Merisi lideraba en Roma una banda muy poco recomendable, cuyas actividades delictivas le acarrearon numerosos incidentes con la justicia. El más grave tuvo lugar en la capital italiana hacia el 1598 durante un partido de pallacorda. Tras el mismo, acusado de asesinato y sentenciado a muerte, salió disparado hacia Nápoles. Pasó el resto de su vida mirando en cada esquina y esquivando a las autoridades en una constante huida.
Vayamos a su pintura, a esa técnica tan temperamental como su carácter en la que los chorros de luz estallan sobre las tinieblas del lienzo. En un contexto artístico en el que imperaba el academicismo y la perfección, la serenidad y las escenas idealizadas, la audacia del lombardo no se detuvo ni ante las críticas ni, mucho menos ante su propio ímpetu. La idea era plasmar en la tela un universo personal radicalmente distinto a lo que se esperaba.
Cada pincelada desataba una polémica, cada sombra un alboroto. Los contrastes, la composición, los efectos teatrales, los colores y las materias empleadas por Caravaggio suponen un desafío constante. También los modelos que posan para él rompen con lo acostumbrado: seres anónimos y corrientes, prostitutas, delincuentes, pobres, gentes del pueblo son sus favoritos incluso para las representaciones religiosas. Todo ello escandalizaba a buena parte de la sociedad barroca.
Lo que comenzó como una intensa rebelión contra el Manierismo del momento, acabó en una endiablada nueva forma de pintar en la que predominaba la emoción, el naturalismo extremo y la osadía. Pues pese a ello, a la influencia posterior en artistas como Artemisia Gentileschi, Rubens, incluso el mismísimo Velázquez, la Historia del Arte tuvo a mal silenciarlo durante varios siglos. Tanto que cuando Roberto Longhi —el gran estudioso moderno de la obra caravaggista y coleccionista de la misma y de otros artistas de los tiempos de Caravaggio— presentó su tesis en 1911, Michelangelo Merisi era uno de los “pintores menos conocidos del arte italiano”.
Los Museos Capitolinos rinden homenaje a Roberto Longhi con una exposición dedicada a la pintura en los tiempos de Caravaggio, figura fundamental de las investigaciones del historiador. El tiempo de Caravaggio. Obras maestras de la colección de Roberto Longhi, comisiariada por Maria Cristina Bandera, directora científica de la Fundación Longhi, presenta la obra de los diferentes artistas s que a lo largo del siglo XVII recibieron la influencia de la revolución figurativa caravaggista. Entre ellos, es posible admirar tres pinturas de Carlo Saraceni; la Anunciación de Guglielmo Caccia; o la Alegoría de la vanidad, una de las obras más significativas de Angelo Caroselli.
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